En Epistemology Naturalized (1969), Willard Van Orman Quine (1908-2000), acaso uno de los dos
o tres más grandes filósofos del siglo XX, redujo la epistemología a la psicología. El intento pasó a
la historia de la filosofía y quedó como un hito de su mejor e inacabable camino.
No me corresponde glosar a Quine ni a sus críticos, pero quizás es día, hoy 25 de enero de 2017,
para rendir cuentas de un programa de investigación que ya concluye, pero que durante 45 años,
ha tratado tozudamente de pensar el derecho y la ciencia jurídica (dogmática, doctrinal analysis,
Rechtswissensschaft) como constructos integrados en el conjunto de los conocimientos, científicos,
tecnológicos y comunes. Así, el mejor derecho y la mejor ciencia del derecho son,
respectivamente, el producto de conductas razonables y fundadas cognitivamente y compatibles
con el resto de los saberes. También los históricos y humanísticos, por cierto, pues necesitamos de
los historiadores para hacernos cargo que por qué Quine floreció en los Estados Unidos del siglo
XX, pero lo habría tenido imposible en la Alemania de su primera madurez.
La anterior es una concepción naturalista del derecho, la idea de que no hay mejor juez del
derecho y de su aplicación que el informado científicamente. Es polémica, lo sé, pero esto es un
editorial, no la página de una enciclopedia. Y en todo caso, la noción de que hay que pensar las
cosas del derecho como entidades alineadas con las que conocemos gracias a los científicos me
resulta más tranquilizadora que todas las demás: prefiero las predicciones científicamente
fundadas- a las profecías.
Un poco por esta razón, InDret ha convocado para este primer número de 2017 a tres privatistas
de reconocida competencia (Jesús Alfaro, Sergio Cámara y Francisco Pertíñez) a quienes se les ha
encomendado la tarea de analizar la Sentencia del Tribunal Europeo de Justicia de 21 de
diciembre de 2016 (Gran Sala, TJCE/2016/309), según la cual la negación de eficacia restitutoria
integral y retroactiva a millares de supuestos de nulidad de cláusulas contenidas en contratos
celebrados por un profesional con consumidores, por su carácter abusivo, «podría poner en
cuestión el efecto disuasorio» del art. 6.1 de la Directiva 93/13, del Consejo, de 5 de abril de 1993,
sobre las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores. Traducido al derecho
civil español, esto quiere decir que nadie había derogado el art. 1303 del Código Civil de 1889,
según el cual quod nullum est nullum habet effectum. Luego el que el derecho privado bien
construido no suele sancionar, pero siempre previene, disuade, es algo que algunos llevamos
décadas escribiendo en sonora minoría. Al fin queda claro.
No lo habían visto así dos Sentencias del Pleno de la Sala Civil del Tribunal Supremo, la
241/2013, de 9 de mayo (ponente Rafael Gimeno-Bayón Cobos), ni la 139/2015, de 25 de marzo
(ponente, Eduardo Baena Ruiz): refiero al lector a los prestigiosos juristas que comentan los tres
casos en las páginas de este número, pero, en lo esencial, la cuestión legal era que, una vez
declarada la nulidad por falta de transparencia de cláusulas que fijaban un suelo fijo a los
intereses variables de los créditos hipotecarios, había que determinar si la nulidad era o no
retroactiva.
El Tribunal europeo responde ahora que sí, donde el Tribunal español había dicho que no. Y el
coste económico de la decisión se calcula entre los tres y cuatro mil millones de euros. ¿Para
quién? A esta pregunta responde mejor la economía que el derecho: las entidades financieras
llevarán las consecuencias de la Sentencia a sus cuentas de resultados, en detrimento de sus
beneficios si los obtuvieron, pero, además, la inseguridad jurídica se paga de otro modo: si la
demanda de créditos hipotecarios y otros servicios bancarios es muy insensible, muy rígida, al
incremento de costes derivados de la incerteza del derecho, entonces las entidades financieras
podrán repercutir en sus clientes buena parte del exceso de costes; pero si la demanda es muy
sensible, muy elástica, entonces la repercusión será menor, acaso mucho menor y las entidades
van a tener problemas con sus balances y tras ellas, todos nosotros-. En todo caso, parte del
sobrecoste recaerá sobre los deudores del futuro, pues no es lo mismo afrontar un posible crédito
por un coste siete que por otro de nueve: la demanda no es absolutamente rígida. Así tendrá lugar
una transferencia de riqueza entre los deudores del futuro, quienes pagarán más, y los deudores
presentes, favorecidos por la Sentencia europea, los cuales recuperarán parte de lo que han
venido pagando. Nada nuevo bajo las estrellas, dirán el economista y el jurista imbricado en los
rudimentos de la ciencia lúgubre. De hecho, esto mismo puede (volver a) ocurrir si, como algunos
piden, se congelan las rentas o se prorroga la duración de los arrendamientos de vivienda.
Un derecho naturalizado aborda estas cuestiones sin sobresaltos, las debate con lucidez y
conocimiento (precisamente). Pero un derecho construido y aplicado al margen la ciencia, en este
caso, económica, da, en el mejor de los casos, palos de ciego y, en el peor, es un ejercicio de
autoengaño colectivo, de negación de la realidad.
Por supuesto, no sostengo que el derecho deba ceder ante la economía: esta se detiene ante el
texto claro de la ley, o ante su sentido desentrañado gracias a la aplicación de convenciones
interpretativas razonables y comúnmente aceptadas. Pero la economía como la psicología o la
biología, solo por ejemplo- arrojan luz sobre el derecho que se está haciendo y, a veces tarde,
sobre el que se hizo sin contar con ellas, es decir, sobre el que se hizo mal.
Idealmente, si todos nos ponemos a hacer derecho de acuerdo con el mejor y más leal saber y
entender científico y tecnológico, los estropicios serán cada vez menores.
Esta no es ninguna apología de la tecnocracia: hoy nadie ignora que la política manda mucho a la
hora de decidir qué vamos a intentar investigar y, por tanto, tratar de descubrir; todos sabemos
que hemos mejorado nuestra capacidad de evaluar la mayor o menor justificación de las teorías; y
nadie debería prescindir de que muchas, muchísimas cuestiones éticas condicionan la
aplicabilidad de la ciencia o la aplicación de las tecnologías. Pero, créanme, es mejor el derecho
integrado en el continuum de la ciencia, la tecnología y el conocimiento común, que aquel que se
presenta como algo distinto y a su margen, justificado solo porque lo ha decidido la mayoría o lo
ha interpretado un colegio de jueces.
Pablo Salvador Coderch