2.14
Editorial

El abogado es garante… ¿de qué?

Universitat Pompeu Fabra

El art. 467.2 del Código penal español —un delito contra la Administración de Justicia— caracteriza al abogado litigante como garante en cuanto a la defensa de su cliente. Ello, en la medida en que define la conducta delictiva como consistente en “perjudicar de forma manifiesta” a los intereses de aquél “por acción u omisión”. Y, si tenemos en cuenta el inciso II del mismo número, la conducta es punible incluso en su dimensión imprudente, siempre que la imprudencia sea grave. Una cuestión relevante es la de si tal posición de garante es institucional o de organización. No resulta discutible que surge por actos de organización: un contrato de prestación de servicios. Sin embargo, sí cabe discutir que nos hallemos ante una posición de garante estrictamente organizativa. En efecto, si así fuera no tendría sentido que alcanzara al abogado litigante y no al abogado no litigante: por ejemplo, a aquel que asesora a su cliente en negociaciones u operaciones mercantiles.

En realidad, partir del art. 467.2 CP puede conducir a conclusiones engañosas si se pretende efectuar a continuación un razonamiento a contrario. Esto es, concluir que el abogado que perjudica los intereses de su cliente por acción u omisión fuera del contexto procesal no comete delito. Mucho más razonable es concluir que el art. 467.2 constituye una cláusula de recogida, aplicable sólo por defecto y en el caso de que no quepa aplicar otros preceptos generales en los que se tipifique la producción de perjuicios al cliente imputable por acción u omisión al abogado. Un argumento a favor de rechazar la tesis a contrario sería precisamente la levedad de la pena que prevé el delito del art. 467.2 CP. Pero ello, a la vez, permitiría pensar que dicha posición de garante (de la que da cuenta el art. 467.2) tiene una naturaleza institucional y se vincula a la posición del abogado litigante como agente de la Administración de justicia.

De tal condición de agente de la Administración de Justicia se derivarían, por lo demás, los límites de su posición de garante organizativa, concretados en diversos compromisos con la verdad y con la justicia.[1] Éstos no sólo bloquearían —en términos de colisión de deberes— el alcance de la posición de garante con respecto a su cliente. Además, podrían dar lugar, en caso de desatenderlos, a la comisión de toda una serie de delitos. Como en su día señalara la STS 1193/2010, de 24 de febrero de 2011, el abogado —en este caso, de la acusación particular— no puede alegar el principio de confianza en cuanto a la veracidad de lo que le comunica el cliente, cuando existen elementos sobrados que la desmienten y ninguno que la avale. Así: “No se trata sólo de dar forma jurídica a los hechos que relata el cliente. Tampoco es necesaria una verificación completa de la realidad objetiva de los hechos. Pero no se puede amparar en el principio de confianza la actuación consistente en dotar de apariencia delictiva a unos hechos que no la tienen, introduciendo para ello, conscientemente, en el relato afirmaciones fácticas que no se corresponden con la realidad”. La misma sentencia rechaza que el abogado pueda acogerse a la doctrina de las conductas neutras: “La conducta del recurrente no puede considerarse un acto neutral, pues es evidente que no se limita, amparándose en su profesión de letrado, a realizar un traslado mecánico de la imputación, sino que conociendo la falsedad del hecho sobre el que se sustenta, realiza una aportación relevante consistente en darle la forma jurídica suficiente para esperar, al menos, la admisión de la querella y una mínima tramitación, de forma que pudiera cumplir con la finalidad perseguida por la parte querellante”.[2] De ahí que el abogado fuera condenado por acusación y denuncia falsa.

La cuestión es, sin embargo, hasta qué punto el abogado puede llegar a conocer realmente tales irregularidades de la conducta procesal o pre-procesal de su cliente. Los resultados de las investigaciones de las ciencias sociales (de la economía de la conducta, en particular) ponen de relieve la existencia de sesgos cognitivos que pueden dificultar sustancialmente tal capacidad: “in a representational setting, a lawyer’s ability to detect client fraud is diminished by cognitive bias. Diminished is the key word; the ability to detect fraud is by no means rendered impossible”.[3] Por tanto “diminished cognitive capacity is a nontrivial explanation for lawyer complicity”.[4]

Esto último conduce de modo casi natural al caso de los abogados internos de la empresa. La concurrencia en ellos de una posición de garante que permitiría fundamentar una responsabilidad en comisión por omisión fue rechazada de modo más que discutible en la STS 37/ 2006, de 25 de enero: “El abogado que ante una trama urdida por terceras personas para perjudicar a su cliente apropiándose indebidamente de dinero perteneciente a éste, omite intervenir y poner en conocimiento de aquél la situación provocada no comete apropiación indebida por omisión porque al omitir se limita a dejar seguir su curso a un peligro ya existente, es decir, a un peligro diverso cronológicamente y en origen con respecto a la omisión; el peligro que desencadenó el autor natural con su propia conducta.” La ausencia de toda consideración de la posibilidad de una participación por omisión resulta, efectivamente, sorprendente, aunque se acabara condenando al abogado a título de comisión activa.

La doctrina y la jurisprudencia anglosajonas, en particular las norteamericanas, parecen seguir un punto de vista radicalmente opuesto, bajo el lema “lawyers as gatekeepers”. La idea central es que el abogado o asesor interno tiene unos deberes que van mucho más allá de los que tendría el abogado litigante. La Sarbanes Oxley Act y las disposiciones dictadas en desarrollo de ésta por la SEC (Securities and Exchange Commission) resultan en este punto determinantes. En concreto, se parte de que, ante cualquier sospecha de infracción en el seno de la empresa, el abogado interno tiene la obligación de informar al top management (CEO, CLO) y, si advierte que el directivo (officer) en cuestión no responde de modo adecuado, entonces ha de dirigirse al comité de auditoría o a otro comité del Consejo de Administración (board of directors) compuesto íntegramente de consejeros independientes. Así se trata de superar el problema, ya advertido a propósito del caso Enron, de que el abogado de empresa tenga la percepción errónea de que sus clientes son los directivos cuando quien lo es realmente, es la empresa.[5] En todo caso, se observa cómo la posición de garante del abogado de empresa tiene como contenido el control y transmisión de la información. Ahora bien, tal y como se señalaba antes, tampoco puede dejarse de lado el hecho de que cabe que los abogados de empresa tengan incentivos económicos y sesgos cognitivos (overconfidence bias, confirmatory bias) que les pueden llevar a no ver (o, lo que sería claramente peor, a cerrar los ojos ante) las infracciones cometidas por los directivos o incluso por los administradores.[6] Los abogados internos tienden, en efecto, a generar procesos de lealtad, de modo que su característica de “internos” prevalece sobre su condición de abogados: entran en el equipo de la empresa, empiezan a ver a los competidores de la firma como rivales y, asimismo, a los reguladores y los tribunales como adversarios.[7]

Así, en última instancia, el problema es que, en la relación entre el abogado interno y la empresa, éste va perdiendo su independencia cognitiva, con lo que el valor que supuestamente ha de aportar a la empresa (la objetividad) se ve erosionado.[8] Los sesgos cognitivos —cognitive bias inside business organizations— de muy diversa procedencia que va experimentando plantean el dilema de si en estos casos hay que sostener una atenuación relevante de la pena del delito doloso o, por el contrario, se reconstruye un dolo fuertemente normativizado que haga abstracción en mayor medida de los condicionantes de los procesos cognitivos del sujeto. Aunque el tema merece discusión, no parece demasiado aventurado pronosticar que se evolucionará hacia lo segundo en la medida en que una cognitive blindness en la que pueden incidir incentivos económicos se hace muy difícil de aceptar.[9]

[1] Cfr. Wendel, Lawyers and Fidelity to Law, Princeton, 2010.

[2] La cuestión es si lo anterior valdría también para un abogado defensor. Es decir, si acaso el abogado del imputado tiene un deber de veracidad escrita, de modo que pudiera hablarse de escritos de la defensa “falsos”. Una pregunta adicional sería la de si la defensa puede adicionalmente incluso aportar documentos o testigos falsos o, por el contrario, se podría hablar como mínimo de estafa procesal por parte del imputado en el proceso penal, en la que eventualmente cooperaría el abogado. La tesis de que el abogado penalista defensor no tiene una obligación de fidelidad al Derecho se puede encontrar en Smith, «The Difference in Criminal Defense and the Difference it Makes», Washington University Journal of Law and Policy, (11), 2003, pp. 83 y ss., fundamentando su punto de vista en una suerte de división del trabajo entre fiscales, abogados y jueces. Ello no me parece compartible. Mientras que la posibilidad de considerar una falsedad en un escrito de la defensa sí se puede descartar, la presentación de documentos o testigos falsos queda fuera del ámbito de lo lícito para el abogado que tiene conocimiento de ello.

[3] Langevoort, «Where Were the Lawyers? A Behavioral Inquiry Into Lawyers’ Responsibility for Clients’ Fraud», Vanderbilt Law Review, (46), 1993, pp. 75 y ss., 110.

[4] Langevoort, Vanderbilt Law Review, (46), 1993, p. 111.

[5] Bost, «Corporate Lawyers After the Big Quake: The Conceptual Fault Line in the Professional Duty of Confidentiality», The Journal of Business, Entrepreneurship & the Law, (1), 2008, pp. 335 y ss.

[6] Kim, «The Banality of Fraud: Re-situating the Inside Counsel as Gatekeeper», Fordham Law Review, (74), 2005, pp. 983 y ss. Ya antes, cfr. Langevoort, Vanderbilt Law Review, (46), 1993, pp. 75 y ss.; Fisch/Rosen, «Is There a Role for Lawyers in Preventing Future Enrons?», Villanova Law Review, (48), 2003, pp. 1097 y ss.

[7] Langevoort, «Getting (too) Comfortable: In-house Lawyers, Enterprise Risk and the Financial Crisis», Georgetown Business, Economics and Regulatory Law Research Paper, (11-27), pp. 1 y ss., 21 y s.

[8] Langevoort, Georgetown Business, Economics and Regulatory Law Research Paper, (11-27), p. 2, aludiendo a que esa sensibilidad a las preferencias del cliente tiene lugar incluso entre los abogados externos, como consecuencia de la presión competitiva.

[9] Langevoort, Georgetown Business, Economics and Regulatory Law Research Paper, (11-27), p. 4.

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