4.12
Editorial

¿Et in Arcadia ego?

La gentileza de la Law School de la New York University, combinada con la generosidad del Hauser Global Law Program, me permiten contemplar, con tristeza pero con algo más de distancia, la postrada situación de España (Cataluña incluida) en este otoño de 2012. No se preocupen, en esta ocasión no haré un ejercicio de arbitrismo sobre los males de España, porque leer a los Moncada, Navarrete o Caja de Leruela sigue siendo más gratificante, literaria e intelectualmente, que hacer lo propio con la mayoría de sus muchos imitadores actuales en este momento de profunda depresión nacional. Mucho más modesta y simplemente, me gustaría trazar en unos pocos rasgos mis observaciones acerca del modelo de nuestras facultades de Derecho, visto a través del tamiz comparativo de lo que he observado tras dos meses en NYU.

La primera diferencia que salta a la vista es el cosmopolitismo y la internacionalidad que reina aquí, en fuerte contraste con nuestro acendrado localismo. Desde luego, y para empezar, entre los estudiantes, que vienen de todos los rincones de Estados Unidos para obtener su JD y acuden de todas −literalmente: de Nueva Zelanda a Brasil, de Japón a Zimbabwe, de Dinamarca a Egipto− las esquinas del planeta para cursar uno de los muchos programas de LLM que ofrece la School of Law. Toda nuestra −modesta cuantitativamente− internacionalidad es la de los todavía numerosos iberoamericanos y los aun muy escasos europeos que se atreven a venir a las Facultades españolas para estudiar un postgrado en Derecho. Tal vez es pronto para evaluarlo, pero acaso nuestras poco meditadas reformas en materia de postgrado en Derecho y acceso a la profesión de abogado incidirán negativamente en el futuro sobre tales niveles si, como parece, nuestras energías en la formación jurídica tras el grado se concentran en preparar exámenes para ser abogado en Zaragoza, en Valladolid o en cualquier otro lugar. Por cierto, aquí nadie daría crédito a la mera posibilidad de que los estudios de JD o de LLM pudieran girar en torno a la preparación del Bar Exam.

Con todo, lo llamativamente variado y cosmopolita no es el estudiantado, sino los profesores y los programas. Es cierto que no todas las grandes National Law Schools tratan de distinguirse por su internacionalismo con la misma dedicación e intensidad con la que lo hace NYU. Pero, en menor escala, el fenómeno es común a las mejores facultades de Derecho de este país. Como muestra, y para empezar, el decano de la Law School es argentino de nacimiento. Para continuar, la cifra de profesores que no son estadounidenses de origen o, incluso, que han seguido una parte importante de su carrera académica en universidades europeas o de otros lugares, es más que notable. En cuanto al número de scholars y fellows de distintos puntos del planeta, es imposible llevar la cuenta pues literalmente hay decenas de ellos, muchos financiados por diversos programas de becas y ayudas que dirige la propia facultad, la mayoría sobre la base de aportaciones privadas.

En cuanto al contenido de los estudios, lo que se observa es la antítesis del localismo. Hay, por descontado, materias de Derecho positivo USA, aunque apenas del “Derecho local” (que es el del estado de Nueva York, no el de un estado cualquiera). Pero la mayoría son materias teóricas, centradas en habilidades generales, o abiertamente comparativistas o internacionales. Acaso, con nuestra mentalidad, la cosa se acerque al paroxismo: es más fácil encontrar un curso sobre Derechos humanos en la India que uno sobre el IBI o su equivalente local. Lo decisivo es que no se concibe una facultad de Derecho como un simple centro de formación profesional en Derecho positivo −y solo en Derecho positivo− de su lugar de ubicación. Pero no solo se toman en serio la globalización de las relaciones económicas y sociales −y por tanto, de las jurídicas−, sino también la opcionalidad en la elaboración de los programas de estudio. La educación jurídica está construida en torno a un núcleo muy reducido −media docena− de materias básicas, a las que acompañan aquellas que cada estudiante, que ya es mayorcito, con toda libertad considera que le resultan de interés o le serán de utilidad en su futuro profesional.

Por otro lado, que los profesores de Derecho estén adscritos a un área de conocimiento o asignatura determinada, de por vida, como un siervo a la tierra, es una idea tan natural para nosotros como radicalmente inimaginable aquí. La brecha entre la libertad docente y de investigación en unas y otras facultades es, simplemente, sideral. La sugerencia, tan habitual en sistemas de base gremialista como el nuestro, de que un profesor de Derecho pudiera ser considerado incapaz de escribir −no digamos ya de hablar− sensatamente de un cierto problema jurídico tras un tiempo razonable de estudio previo de la cuestión sería recibida como una grave ofensa. Además, el antigremialismo se predica con el ejemplo. El acto semanal del seminario de facultad, en el que una vez se presenta un trabajo sobre las prisiones en Los Ángeles y a la semana siguiente se discute sobre la historia del derecho de autor en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, es casi sagrado. Como es natural, luego hay incontables seminarios sectoriales, pues los intereses pueden lógicamente ser muy distintos: desde la historia a la filosofía, del análisis económico del Derecho a la propiedad intelectual. Pero el espacio común y de colegialidad se considera, acaso con exceso de ingenuidad, imprescindible para un cuerpo de profesores que se ven a sí mismos como colegas, y no como funcionarios que comparten por casualidad un centro administrativo.

Por supuesto, no todo es arcádico en las grandes facultades de Derecho norteamericanas. Para empezar, el producto es carísimo. En concreto, los usuarios pagan casi 40 veces más aquí que en España (en las universidades públicas). Incluso en las facultades perdidas en la parte baja de los rankings de calidad con facilidad se llega a pagar 20 o 25 veces el importe de las tasas españolas. Un libro reciente señala algunos de los numerosos problemas del modelo de National Law School (Brian Tamanaha, The Failing Law Schools, University of Chicago Press, 2012). Con todo, lo cierto es que hoy me atrevería a apostar que ninguna facultad de Derecho europea puede globalmente −otra cosa son sectores o grupos de investigación puntuales− competir en pie de igualdad con ninguna de las 25 primeras facultades de Derecho en Estados Unidos. Y la brecha no parece reducirse, sino aumentar.

Algunas facultades inglesas, holandesas y, de modo incipiente, alguna alemana, han empezado a apostar por el modelo cosmopolita y no gremial de las National Law Schools. No es fácil, pues el carácter de estudio de grado, y no de postgrado, y los tabúes europeos en torno a la igualación del coste de los estudios con su precio hace que la competencia sea, en gran medida, desigual. Nosotros no solo no hemos empezado a hacerlo, sino que ni siquiera, al menos de manera amplia, pensamos que sea una buena idea. Estamos equivocados, sin embargo. Ojalá no perdamos esta vez el tren, como muchos otros trenes en el pasado.

Fernando Gómez Pomar

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