Las instituciones son espacios de “confianza especial” basados en la repetición de actos. Por eso puede afirmarse que el cemento institucional es la confianza. Las instituciones surgen como consecuencia de la necesidad humana de alcanzar una cierta medida de esperabilidad de las conductas de los demás y pueden definirse como representaciones complejas sobre situaciones tipificadas, relaciones de acciones y procesos. No surgen necesariamente en virtud de una planificación racional, sino de modo no infrecuente por la evolución histórica. Con todo, es cierto que, cada vez más, también desempeñan en ellas un papel rector proyectos pensados.
Es común señalar que una institución, en tanto que tipifica acciones —por la vía del establecimiento de roles—, define relaciones de poder y crea sentido. Pese a ello, lo cierto es que “sólo constituye un todo libre de contradicciones en su idea”, pues “en la realidad las diversas reglas que se atribuyen a una institución sólo guardan relación en parte y en absoluto están del todo claras, sino que en ocasiones son incluso discutidas”.[1] Por otro lado, sin embargo, la vigencia de una institución resulta, en cierta medida, independiente de su reconocimiento en el plano fáctico. Así, una institución permanece pese a las violaciones que haya sufrido en su estructura, en la medida en que no desaparezca la representación incluso ficticia de la existencia del orden determinado que corporeiza.[2]
Las instituciones las crea (y las deshace) la sociedad. En realidad, la propia sociedad es una institución. La sociedad es una institución basada en la solidaridad, cuyo momento decisivo es el ingreso del individuo. Se basa, de entrada, en la solidaridad mínima que se manifiesta en la no-organización lesiva y en la solidaridad activa. En este marco general, sin embargo, se dan procesos de intensificación o de suavización de los vínculos. En subsistemas específicos, en efecto, surge una solidaridad intensificada.
La sociedad es una institución porque ingresar en ella significa perder capacidad de configuración para ganar la seguridad propia de la “libertad institucionalizada”. El contrato social es, entonces, un contrato “de adhesión” —sólo la ficticia configuración inicial habría sido un acto de organización en sentido propio—. Ahora, el ingreso en la sociedad resulta ser más bien una limitación de la capacidad de organización personal para pasar a moverse en los espacios de organización posibles predeterminados en su seno —incluso los que dan lugar a responsabilidad— pues en ella hay límites absolutos de acción.
La desinstitucionalización social tiene lugar cuando en una institución social o en la propia sociedad en su conjunto ya no son en absoluto esperables cognitivamente conductas que sí lo siguen siendo normativamente. Cuando deviene plenamente necesario el aseguramiento cognitivo, estamos ante una cierta vuelta al estado de naturaleza. Pero lo anterior significa que, de algún modo, siempre nos encontramos en riesgo de desinstitucionalización. Esta situación se pone de relieve en tanto que el día a día nos muestra que es necesario, en mayor o menor medida, el aseguramiento cognitivo de las normas frente a los ciudadanos.
Una mayor institucionalización tiene lugar creando instituciones más fuertes, con vínculos más intensos, abundando en la vinculación general y transitando desde la sociedad hacia una auténtica comunidad. Ello se hace necesario porque lo cierto es que una sola generación puede alterar los términos del —mal llamado— contrato social mediante leyes o mediante infracciones, que acaban modificando las instituciones. La desinstitucionalización fáctica y la desinstitucionalización normativa —la que tiene lugar mediante leyes derogatorias o configuradoras de instituciones más débiles en sustitución de otras más fuertes— son, entonces, equivalentes funcionales.
La confianza propia de los vínculos institucionales es una alternativa a la vigilancia que aumenta la libertad —pues el sujeto, al desproteger unos aspectos de la vida, puede concentrarse en otros—. Pero es cierto que también aumenta la vulnerabilidad —en esos aspectos cedidos a terceros en virtud de la confianza—.[3] En todo caso, sin embargo, la existencia de confianza —en otras palabras, de una institución— no implica todavía una conclusión determinada acerca de la naturaleza de los deberes que se derivan de ella. Estos pueden ser morales, jurídicos o cualificadamente jurídicos (jurídico-penales). En realidad, las instituciones deberían juridificarse sólo en parte. Más aún, en ocasiones su juridificación puede resultar perturbadora.
Como ya se ha dicho, no existe una contraposición radical entre libertad de organización y actuación institucional. La libertad organizativa se manifiesta frecuentemente en contextos institucionalizados —los contratos típicos tienen un contenido de obligaciones predeterminado—; las instituciones, por su parte, admiten en mayor o menor medida actos de libertad organizativa —como mínimo, al ingresar—. Existen por lo demás, situaciones de superposición entre vínculos institucionales y actos de organización débil, media o incluso fuerte. Por poner un ejemplo de Derecho penal: el padre que tiene un vínculo institucional con su hijo puede, además, realizar un acto de libertad organizativa en cuya virtud asuma la concreta protección de aquél para un determinado contexto de acción.
Como se ha indicado también, las instituciones generan deberes de mayor o menor intensidad. Entre esos deberes, en buen número de instituciones se cuentan deberes positivos stricto sensu. De todos modos, no debe identificarse la noción de deber positivo con la de deber institucional. Existen deberes positivos no institucionales —sino contractuales—. Por otro lado, no todos los deberes positivos institucionales están juridificados; a su vez, tampoco todos los deberes positivos juridificados deben identificarse con deberes insertos en contextos institucionalizados de libertad de organización —baste pensar en los contratos típicos—, aunque no siempre resulta claro cómo diferenciar lo uno de lo otro. De los deberes institucionales juridificados, no todos están juridificados bajo pena.[4] Los deberes positivos institucionales juridificados bajo pena no tienen necesariamente las mismas consecuencias que los deberes negativos juridificados bajo pena, aunque se refieran a la protección del mismo bien.
Las instituciones generan deberes para los sujetos outsiders, consistentes en que éstos no perturben la gestión de la institución por los insiders.[5] En efecto, las instituciones no sólo tienen una función ad intra sino también otra ad extra. En concreto, hay instituciones cuya función es la protección “institucionalizada” de bienes jurídicos. La protección “institucionalizada” de bienes jurídicos es acumulativa a la protección que a dichos bienes les prestan las normas que imponen deberes negativos. Probablemente, la institucionalización tiene la ventaja de que presta una protección más automatizada y previsible, con menores índices de defraudación. La densidad de la institución refuerza probablemente la protección de los bienes jurídicos con menor necesidad de reacciones penales. Con todo, en algunos supuestos la infracción de deberes institucionales se juridifica e incluso se criminaliza. Sea como fuere, la infracción de deberes institucionales vulnera de entrada la función de protección de la institución —lesiona la lógica de ésta—. Por eso cabe que las consecuencias de dicha lesión sean diversas que las de la lesión directa del bien jurídico por infracción de deberes negativos.[6]
[1] F.-X. Kaufmann, «Normen und Institutionen als Mittel zur Bewältigung von Unsicherheit: Die Sicht der Soziologie», en AA.VV., Gesellschaft und Unsicherheit, München, 1987, pp. 37 y ss., 42.
[2] F.-X. Kaufmann, Ibídem, pp. 42 y s.
[3] Muy claro, a propósito de la amistad como relación institucional de confianza, Leib, «Friends als Fiduciaries», Washington University Law Review, (86), 2009, pp. 665 y ss., 687 y ss., 693.
[4] Así, por ejemplo, la fidelidad es un deber institucional central propio del matrimonio. Sin embargo, y aunque ello sea bastante discutible, el adulterio no está penado. La discusión actual versa sobre si se trata de un ilícito que debe dar a responsabilidad civil extracontractual o bien sólo genera las consecuencias de derecho de familia.
[5] Waldron, «Special Ties and Natural Duties», Philosophy and Public Affairs, vol. 22, nº 1, 1993, pp. 3 y ss., 16. Precisamente porque cualquier institución es vulnerable a la interferencia ajena.
[6] Robles Planas, «Deberes negativos y positivos en Derecho penal», InDret Penal 4/2013.