¿Qué esperamos de los profesores universitarios y cómo los evaluamos?
Los lectores de InDret ajenos al mundo universitario habrán de disculparnos por dedicar este editorial a las preocupaciones, acaso provincianas, de los que tenemos como dedicación principal la Universidad. Espero, de todas maneras, que la importancia del comportamiento de las universidades para el futuro de la sociedad preste a estas consideraciones un interés que exceda el de los afectados directos.
Hace poco más de un mes el Ministerio de Educación ha hecho público el último borrador de Estatuto del Personal Docente e Investigador de las Universidades Públicas. Es bien sabido que las fases terminales -políticos que van a dejar el poder, empresas al borde de la insolvencia- ven aumentar la frecuencia de comportamientos indeseables por parte de aquellos cuyo horizonte temporal se agota. En el Estatuto del profesorado universitario encontramos nueva confirmación de la predicción. Los medios de comunicación han visto aparecer numerosos pronunciamientos críticos con la propuesta ministerial, y ha surgido una plataforma de oposición al texto que ya ha recabado miles de firmas de profesores universitarios. Se ha señalado, justamente, que el nuevo Estatuto aumenta considerablemente la burocratización planes individuales de dedicación académica, evaluaciones de grados “horizontales”, entre otras medidas, potencia el poder sindical en las universidades y desvaloriza la investigación como mérito prioritario de los profesores universitarios, al darle mucho peso a la docencia y a otros méritos, esencialmente de gestión.
Todas estas críticas son justas. Y no sirve de excusa la necesaria adaptación del régimen funcionarial de los profesores al general de funcionarios, pues nadie duda que los profesores universitarios somos unos funcionarios muy peculiares, y lo somos más por azar o por tradición histórica que por desempeñar realmente funciones de naturaleza pública. Tampoco lo es que algunas medidas, como los grados horizontales, sean formas -encubiertas- de subir el sueldo a los profesores universitarios. Que el nivel salarial actual es bajo en relación con el de otros países europeos y con el nivel de preparación exigido es un dato contrastado, y una subida sería probablemente beneficiosa socialmente, pero dada la situación de las cuentas públicas su probabilidad de éxito es limitada. Por otro lado, no parece una buena práctica pública “disimular” el verdadero carácter de una medida.
En todo caso, el Estatuto ofrece una buena ocasión para plantear cuáles son los objetivos de una norma de esta clase y qué medios pueden adoptarse para promoverlos. Ahora bien, los objetivos no se formulan sobre una hoja en blanco, de nuevas, sino que se hallan notablemente influenciados por el entorno universitario español, su historia y sus condiciones actuales. En otras palabras, que las consideraciones de path dependence son muy importantes. En este sentido, la norma reglamentaria sobre profesorado surge en un escenario caracterizado por rasgos como los siguientes: (i) esquemas de gobierno de las instituciones universitarias caracterizadas por el predominio de los insiders (profesores, funcionarios de administración, asociaciones de estudiantes) sobre los intereses externos (comunidad científica, estudiantes en general, contribuyente que paga las universidades públicas); (ii) falta de competencia entre instituciones y centros, en todas las dimensiones: en estudiantes, en profesores -elevados niveles de autocontratación y endogamia-, en recursos económicos; (iii) uniformidad entre instituciones y centros, en términos de gobierno, estructura y –de iure, al menos- posición en el sistema universitario; (iv) elevado número de profesores y reducido número de personal de administración y de apoyo a la docencia e investigación. En otras palabras, que tenemos más profesores que otros países, probablemente demasiados, pero menos personal auxiliar en las tareas universitarias, con seguridad un número insuficiente.
El entorno, fruto de la inercia histórica y de errores de sucesivos legisladores, es poco propicio. No es históricamente inevitable, pero modificarlo requeriría una cirugía legal e institucional tan agresiva que no me parece probable que el cambio, por más beneficioso que fuera, vaya a producirse en el corto plazo. Estos condicionantes acotan un espacio limitado a una norma reglamentaria como el Estatuto del profesorado, pero no predeterminan todas las soluciones, ni mucho menos.
En este contexto, pues, ¿cómo debieran ser los profesores universitarios que trate de promover el Estatuto? Empecemos por lo que no tendrían que ser. Y esto es gestores o administradores. Las instituciones y centros y departamentos universitarios requieren importantes tareas de gestión y administración. Estas tareas han de hacerse, y han de hacerse bien. Pero la gestión universitaria no debe considerarse parte de la carrera académica. En ciertos puestos, debe profesionalizarse del todo, especializando gestores en instituciones y centros universitarios (rectores, vicerrectores, decanos). Profesionalizar implica especializar en una carrera de gestión y pagar por esa carrera, no por la académica general. Probablemente, como observamos en los países más evolucionados en gestión universitaria (EUA y Reino Unido), la mayor parte de los gestores, por tradición y por ciertas ventajas comparativas, proceden de las filas del mundo académico. Pero la gestión universitaria de alto nivel debe ser, y así debiera configurarla el Estatuto del profesorado, una carrera distinta a la académica. Por ello, en la carrera académica no deben valorarse en absoluto méritos de gestión o administración. No porque no sean importantes, sino porque necesitamos especialistas en gestión universitaria, y mezclar por completo las dos carreras es la peor forma de conseguirlo.
En cuanto a órganos de inferior nivel (directores de departamento y sección), probablemente la especialización es demasiado costosa, y simplemente podemos hacer lo que hacen los sistemas universitarios a los que nos gustaría parecernos: mandatos cortos y reparto de esta tarea de gestión entre todos los profesores del departamento o área. Pero no tiene sentido que quien ha estado doce años como director de un departamento pretenda que eso debe darle méritos como si hubiera escrito un puñado de artículos o libros de la especialidad. Con mandatos cortos y alta rotación es más fácil conseguir la cooperación de todos, incluso de los más activos en investigación, en las tareas gestoras y de dirección de los departamentos. La reciprocidad, también aquí, es un motor importante para la cooperación.
En segundo lugar, el Estatuto debiera establecer un sistema de incentivos que promoviera la investigación de excelencia. No nos engañemos, esto es lo que distingue -y separa- aun hoy a nuestras mejores universidades de las punteras en el mundo: no tenemos el volumen y calidad en investigación que caracteriza a los mejores centros. Por supuesto, los incentivos no siempre funcionan, y aun así, el Estatuto no tiene plena libertad para diseñar los incentivos, pues el marco legal y el entorno institucional le vienen dados, pero sí tiene margen suficiente para avanzar en la dirección correcta. Las evaluaciones e incentivos que se efectúen en el nivel nacional -o autonómico- deben limitarse a los méritos de investigación, no a otras dimensiones de la actividad académica. Y deben además centrarse en los méritos investigadores de excelencia.
Con ello, además, el régimen reglamentario del profesorado permitiría ofrecer señales fiables de la excelencia investigadora de las personas e instituciones que tendrían gran valor para la toma de decisiones individuales e institucionales (piénsese en una universidad que quisiera, algo que por desgracia no ocurre demasiado hoy en día, reforzar su perfil investigador en algún sector).
¿Qué pasaría con la docencia? ¿No es acaso importante, más aún, definitoria de la universidad frente a las instituciones puramente investigadoras? La docencia es, desde luego, una actividad fundamental en muchos aspectos de la función universitaria. Lo que ocurre es que se percibe muy mal desde la distancia, es decir, que su evaluación centralizada es prácticamente imposible. Debe haber sin duda incentivos a la excelencia docente, pero su lugar natural es el centro o la institución, no una evaluación nacional o autonómica. Pienso incluso que los incentivos negativos -sanciones, formales e informales- deben jugar un papel más importante en el ámbito de la docencia, pero de nuevo la información “sobre el terreno” es indispensable para ello. Las evaluaciones docentes centralizadas se convierten en puros complementos por antigüedad, lo cual es altamente ineficiente e injusto (con los jóvenes y con aquellos que se incorporan a la docencia tardíamente desde una función puramente investigadora).
Un tercer objetivo, no menos importante, es el de minimizar los costes de las evaluaciones. Nuestros administradores en el ámbito universitario y científico parecen entender que los procedimientos de evaluación no tienen costes. Los tienen, y abultados. No solo los directos que acaso tienen que sufragar los ministerios, consejerías y agencias correspondientes, sino especialmente los costes de oportunidad de los profesores que han de participar y sujetarse a tales procesos. Así pues, una finalidad esencial habría de ser la de minimizar los costes -para todos, no solo para la entidad evaluadora- de los procesos, lo que inevitablemente supone evitar duplicidades, no reiterar procesos casi idénticos y no desaprovechar la información ya generada en otros ejercicios. Por eso, la evaluación investigadora individual habría de ser única, y aprovechar sus resultados para todos los esquemas de incentivo, complemento retributivo, ascenso o grado en la carrera que cada administración tuviera a bien aplicar. Por darles una anécdota reciente. Hace poco, recibí de una comunidad autónoma una propuesta de evaluación posterior -una vez acabado el proyecto y entregados los resultados- de un proyecto de investigación al que se habían concedido 10.000 euros. No me sorprendería que el gasto fuera, por proyecto, sumando todo el coste asociado al programa autonómico de proyectos, de un par de miles de euros, cuanto menos. ¿No sería más eficiente si esa comunidad hubiera coparticipado en la financiación de los proyectos nacionales concedidos a centros de su territorio en lugar de montar un sistema paralelo?
Todo lo anterior, por descontado, supone el mantenimiento del statu quo universitario español. Como ya advertí, esa situación no es, ni mucho menos, deseable. Su reforma requiere transformaciones de tal calado que no me hacen ser optimista. Pero no desfallezco del todo. Volveré sobre el tema.
Fernando Gómez Pomar