2.11
Editorial

Deberes de los miembros de un Consejo de Administración
[a propòsit de la STS núm. 234/2010 (Sala Penal), d’11 de març]

Universitat Pompeu Fabra

Deberes de los miembros de un Consejo de Administración

[a propósito de la STS núm. 234/2010 (Sala de lo Penal), de 11 de marzo]

 

I

En Derecho penal económico no suele discutirse significativamente la existencia de dos principios que rigen, respectivamente, las relaciones horizontales y las relaciones verticales de los integrantes de la empresa. Así, se entiende que las relaciones horizontales (de división funcional del trabajo) se hallan sujetas a la vigencia de un principio de confianza[1]. En cambio, las verticales (de jerarquía) se rigen por un principio de desconfianza.

En las relaciones horizontales –como las que existen entre directivos situados a un mismo nivel– el criterio rector es, según se ha indicado, el principio de confianza. No existe coincidencia, en cambio, en cuanto al modo de concebir este principio. Para algunos, que lo acogen en su formulación más tradicional, una relación está regida por el principio de confianza cuando el que obra de modo conforme a Derecho en su ámbito de organización puede partir de que los demás también lo harán en el suyo, salvo que se haga evidente lo contrario.Es decir, que no existe deber de vigilancia alguno; ahora bien, tan pronto como aparecen indicios suficientes de una actuación contraria a Derecho en uno de los demás directivos situados a su mismo nivel, surge para el directivo la obligación de neutralizarla. Por eso, aunque algunos autores afirman que el principio de confianza es un principio limitador de las posiciones de garantía, más bien puede afirmarse que se trata de un principio de extensión de aquéllas. Pues parte de una posición de garantía por la propia esfera de organización que se amplía sin disposición de la ley ni acto adicional de organización, sino sólo por el conocimiento sobrevenido del déficit organizativo de un sujeto situado al mismo nivel. Un elemento adicional que ha de considerarse en este esquema es el relativo al modo en el que aparece el conocimiento relativo al déficit organizativo del tercero: pues éste puede aparecer como algo seguro, como algo probable e incluso como algo posible. En función del modo en que aparezca puede generar una responsabilidad dolosa (dolo directo de segundo grado o dolo eventual) o imprudente[2].

El principio de confianza puede, sin embargo, reconstruirse de otro modo. Así, un importante sector doctrinal –con el que simpatizo– entiende la confianza en el plano horizontal en un sentido más rígido. En efecto, parte de que quien obra de modo conforme a Derecho en su propia esfera de competencia no tiene por qué neutralizar los efectos de la actuación deficiente de un tercero en la suya, por mucho que ambos se encuentren en el mismo plano horizontal y el primero alcance el conocimiento de la deficiencia en el actuar del segundo. El principio de confianza merece aquí, más bien, el nombre de principio de estricta competencia; o de separación estricta de esferas.

La incidencia del principio de desconfianza, por su parte, se traduce en la imposición de deberes de vigilancia a los superiores jerárquicos sobre sus subordinados. El deber de vigilancia se descompone, en puridad, en dos deberes: un deber de vigilar –en sentido estricto– para obtener el conocimiento de cuanto lleva a cabo el subordinado (que puede ser de intensidad variable)[3]; y un deber de evitar la actuación del subordinado, neutralizando sus manifestaciones defectuosas una vez conocidas.

Una relación vertical es la que existe, por ejemplo, entre un Consejo de Administración y el Consejero Delegado (o las Comisiones Ejecutivas); o entre el Consejo y un directivo. Para algunos autores, el delito cometido por el Consejero Delegado podría imputarse a título de participación por omisión a los miembros del Consejo de Administración que hubieren infringido los correspondientes deberes de vigilancia. Los referidos autores consideran que aquí nos hallamos ante superiores cuya relación con la lesión del bien jurídico pasa por una decisión autorresponsable de un inferior jerárquico, cuya ejecución –pudiendo– no ha sido impedida. Ello manifestaría una infracción del deber de vigilancia (Aufsichtspflichtverletzung) idéntica a una participación activa y constitutiva, por tanto, de participación por omisión. Otros autores, en cambio, sostienen que se trata de una coautoría por omisión[4].

II

Frente a todo lo anterior, una situación peculiar es la que se refiere a las relaciones de los miembros del Consejo de Administración entre sí. Ciertamente, éstos se encuentran en una relación horizontal. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los directivos, carecen de un superior jerárquico que tenga el deber de vigilar su actuación, al menos en España, en cuyo Derecho de sociedades no existe la figura de un Aufsichtsrat. Así las cosas, es un mérito de la STS núm. 234/2010, de 11 de marzo (MP: Miguel Colmenero Menéndez de Luarca), haber planteado la cuestión de si los miembros de un Consejo de Administración tienen el deber de vigilarse entre sí y, por tanto, responden por la infracción de tal deber si uno de ellos comete un hecho delictivo[5]. Que la sentencia haya pasado desapercibida –en lo que alcanzo a ver– es tanto más extraño si se considera que cuenta con un importante voto particular del magistrado Enrique Bacigalupo Zapater. Las dos posibles posiciones respecto a la cuestión central aparecen, así, claramente expuestas y confrontadas.

La posición de la mayoría es que los miembros del Consejo de Administración carecen de deberes de vigilancia recíprocos. Dicha opinión se construye sobre tres elementos. Dos elementos generales: por un lado, la relación entre los miembros de un Consejo y, por el otro, el art. 11 CP, que contiene la cláusula general de imputación a título de comisión por omisión en Derecho español. Y un elemento específico del caso: la clase de actividades que estaba llevando a cabo el consejero que cometió un delito de apropiación indebida. En cuanto a lo primero, se constata la obviedad de que no existe una posición de jerarquía entre unos y otros miembros del Consejo. Lo segundo, por su parte, conduce a advertir que la ley –una de las fuentes del deber de garante, según el texto del art. 11 CP– alude a una obligación de desempeñar el cargo con la diligencia de un ordenado empresario y de un representante leal e informarse diligentemente de la marcha de la sociedad; lo que no alcanzaría a fundamentar un deber de vigilar todas y cada una de las actividades de los demás. El abordaje del tercer elemento permite subrayar que los actos del administrador acusado –y luego condenado– “se desarrollaban en el marco del objeto social y, como tales, no presentaban una especial peligrosidad para intereses ajenos que exigiera una especial vigilancia”.

No faltan argumentos adicionales de apoyo. Así el de que, aunque se hubiera cumplido con hipotéticos deberes de vigilancia, nada indica que se hubieran podido conocer y evitar las actuaciones delictivas del consejero que cometió activamente el delito (doctrina del comportamiento alternativo adecuado a Derecho). Con lo que se pretende excluir la imputación objetiva del resultado (en este caso, del hecho delictivo del autor). Y, finalmente, el desconocimiento efectivo de la actividad delictiva de dicho consejero por parte de los demás[6].

El voto particular asume buena parte de las premisas y de las conclusiones de la mayoría: así, la referencia al art. 11 CP y la afirmación de que los miembros del Consejo de Administración ostentan una posición de garante (respecto a sus competencias propias y respecto a sus subordinados). Pero se separa en cuanto al contenido del deber legal (extrapenal) de los administradores que, en virtud del art. 11 CP, determinaría el alcance de su posición de garantía. En particular, sostiene que el concepto de “ordenado empresario” del art. 127.1 de la derogada LSA constituye un elemento normativo “empírico-cultural”, cuyo contenido debe definirse con base en los valores culturales vigentes en una determinada sociedad. Para el magistrado Enrique Bacigalupo, “un ordenado comerciante tiene la obligación de vigilar que otros miembros del consejo de administración no distraigan dinero de la sociedad”[7]. Ello se derivaría, a su juicio, de las modernas exigencias del Derecho mercantil contable, de las recomendaciones establecidas en el Código Unificado de Buen Gobierno Corporativo y de los valores de la cultura empresarial actual.

III

Pese a que las divergencias entre la posición mayoritaria y la minoritaria parezcan tener un contenido fundamentalmente teórico, personalmente pienso que en ellas es fundamental una discrepancia fáctica[8]. En concreto, la relativa al conocimiento, por parte de los restantes miembros del Consejo, de la actuación del consejero que cometió el delito de apropiación indebida. La sentencia no sólo niega tal conocimiento sino que incluso abriga dudas acerca de que hubiera podido ser alcanzado, de haberse llevado a cabo hipotéticas conductas de vigilancia. El voto particular, por su parte, señala justamente lo contrario. Por un lado, indica que existían razones “para sospechar una distracción de dinero en perjuicio de los inversores”; por el otro, señala que los miembros del Consejo tenían –en 1997– conocimiento de que la sociedad no podía responder al pago de los altos intereses pactados, pese a lo que permitieron que, con posterioridad, el consejero en cuestión recibiera dinero para invertir en obligaciones hipotecarias[9].

Pues bien, esta discrepancia es decisiva. Pues si la mayoría hubiera considerado probado el conocimiento de los demás miembros del Consejo de Administración acerca de los manejos del consejero que distrajo las cantidades entregadas, habría podido condenar a aquéllos sin necesidad de asumir la existencia de un deber de vigilancia en la relación horizontal interna al Consejo. Por su parte, sentado dicho conocimiento, el voto particular tampoco necesita  del recurso al deber de vigilancia –y su infracción- para condenar a los consejeros omitentes. Le basta con el recurso al principio de confianza en su concepción tradicional y, en concreto, al cese de su incidencia protectora cuando aparecen indicios de la actuación defectuosa de otro individuo que se encuentra situado en el mismo plano horizontal.

Precisamente, a mi juicio, esa concepción del principio de confianza no es correcta, de modo general, para cualesquiera relaciones situadas en un plano horizontal. Por ejemplo, para el caso de los directivos entre sí. Ahí debe regir más bien la otra versión del principio de confianza: la más rígida, que podemos denominar principio de competencia o de separación de esferas.

En cambio, la concepción clásica del principio de confianza halla su ámbito de aplicación en grupos humanos de estructura horizontal pero con una mayor vinculación de sus integrantes entre sí. En efecto, la acogida del principio de confianza en su formulación convencional requiere partir de una relación entre garantes en la que cada uno de ellos tenga el deber propio y, además, el deber de subsanar el incumplimiento del deber ajeno.

Para decidir si en un determinado espacio rige el principio de confianza u otro principio más desvinculante de responsabilidades, es necesario precisar cuál es la especificidad de las relaciones entre garantes. Esta relación no puede ser la que genera deberes de vigilancia de uno sobre otro (aquí rige la desconfianza) ni tampoco una en la que rija con claridad el principio de separación de esferas (aquí rige la neutralidad, es decir, la inexistencia de una posibilidad de extensión del deber en función del conocimiento).

Una situación intermedia puede darse en ciertas interacciones en el seno de un grupo bien definido, con relaciones estrechas, relativa fungibilidad de los roles, igualdad, reciprocidad y un objetivo o misión bien determinado. A mi entender, éste es precisamente el caso del Consejo de Administración y, en concreto, de sus miembros entre sí. En el grupo así definido, el deber complementario de subsanar la incorrección ajena es un reflejo del deber negativo que el grupo en su conjunto tiene frente a un tercero (la sociedad, en el caso que nos ocupa).

En todo caso, lo decisivo es que el sujeto, mediante su integración en el Consejo de Administración (acto de asunción), asume un contenido de deber institucional en parte cerrado y en parte abierto a las circunstancias (que pueden dar lugar a la producción de un acto defectuoso ajeno). No es el conocimiento el que genera el deber, sino que el deber preexiste (y hay que determinar su contenido) y el conocimiento del acto defectuoso ajeno permite la imputación de su infracción. Ahora bien, debe quedar claro, por un lado, que no se trata de un deber de garante de vigilancia: es decir, que no hay un deber de organizar el modo de adquirir el conocimiento sobre lo que hacen los demás. Y, por otro lado, que el acto delictivo ajeno puede aparecer –en la representación de los demás– con muy distintos grados de intensidad: si se trata de un delito doloso, únicamente un conocimiento seguro o probable podrá fundamentar la imputación de responsabilidad omisiva por infracción del deber de evitar el hecho delictivo ajeno.

En conclusión: en mi opinión, los miembros de un Consejo de Administración tienen deberes de garante recíprocos. Sin embargo, estos deberes no son de vigilancia. Ello significa que los consejeros no tienen el deber de organizar mecanismos recíprocos de vigilancia sobre las conductas que realizan unos y otros. Pero sí significa que, si un Consejero adquiere el conocimiento, aunque sea en términos de probabilidad, de la comisión de un delito por parte de otro, puede ser hecho responsable por omisión de dicho delito si, teniendo la capacidad de hacerlo, no lo evita.

Jesús-María Silva Sánchez

[1]Sobre éste, de modo general, cfr. la excelente obra de Maraver Gómez, El principio de confianza en Derecho penal. Un estudio sobre la aplicación del principio de autorresponsabilidad en la teoría de la imputación objetiva, 2009

[2]Si es que ésta es posible en el contexto delictivo de que se trate.

[3]Así, puede ser de intensidad fuerte (deber de inspección) o débil (mero deber de estar atento a los indicios que pueda ofrecer la actuación del subordinado).

[4] Naturalmente, tratándose de delitos dolosos, la infracción del deber de vigilancia habría de ser asimismo dolosa.

[5] Hecho delictivo que, en el caso particular, consistió en la apropiación por un administrador –el que llevaba la gestión más directa de la sociedad– de las cantidades entregadas por terceros para su inversión en la compraventa de obligaciones hipotecarias.

[6] Ciertamente, la sentencia señala: “Puede plantearse si es posible hacer equivalente al conocimiento seguido de la omisión, la situación de quien no sabe a consecuencia de su incumplimiento consciente de su obligación, o de su negligencia, pues estaba obligado a saber, o al menos a realizar los actos de vigilancia que conducirían a saber. Dicho más precisamente, si quien omite los deberes de vigilancia sobre la actividad de terceros respecto de los que tenga alguna autoridad (para ordenar una conducta o impedirla), que le permitirían conocer el riesgo y actuar para evitar el resultado, es responsable de éste por omisión”. Pero a continuación descarta todo ello por no darse, a su juicio, los presupuestos para afirmar la existencia de un deber de vigilancia que pudiera ser infringido

[7]Hay que subrayar que, en el caso, no se trataba de la distracción de dinero de la sociedad, sino de dinero de terceros (los inversores).

[8]Que hay que considerar derivada de diferencias en cuanto a la valoración de la prueba. Sabido es que la racionalidad de la valoración de la prueba del conocimiento es revisable en casación.

[9]Que hay que considerar derivada de diferencias en cuanto a la valoración de la prueba. Sabido es que la racionalidad de la valoración de la prueba del conocimiento es revisable en casación.

 

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