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Editorial

Derecho penal y fractura comunitaria

Universitat Pompeu Fabra

Derecho penal y fractura comunitaria

La vigencia efectiva del Derecho penal presupone la existencia de una comunidad política. La
atribución de responsabilidad y la imposición de la pena adquiere, en cambio, un sentido diverso
cuando un hecho lesivo de bienes jurídico-penales ajenos (individuales o colectivos) tiene lugar
en contextos en los que tal comunidad no existe todavía o en los que ésta ya no existe. Al no
existir todavía –o ya no existir– un marco común de referencia, cabe que la comunidad a la que
pertenece el autor califique su acto como permitido, debido o incluso como meritorio (heroico).
En cambio, la comunidad a la que pertenece la víctima –o, en su caso, la comunidad titular de
los intereses supraindividuales lesionados– lo calificará como delictivo. Las leyes penales
extraterritoriales –sobre todo las que se basan en el principio de personalidad pasiva o en el
principio de protección– expresan, en mayor o menor medida, las tensiones inherentes a la
pretensión de aplicar Derecho penal en ausencia de una comunidad. De ahí que, para los casos en
los que –además– exista un grave conflicto entre dos comunidades políticas, haya constituido
un progreso (expresivo del intento de construir una cierta meta-comunidad) el acuerdo sobre la
calificación de las conductas lesivas en general como actos de guerra tout court, o como actos de
guerra civil, que sólo excepcionalmente –por incumplir el Derecho de los conflictos armados–
pueden calificarse de crímenes de guerra.
El problema puede ser distinto en aquellos contextos en los que la comunidad existe, pero sólo de
modo incipiente –como sucede en el ámbito del Derecho penal internacional–; pero en estas
líneas no se hará referencia a ellos. Interesan ahora aquellos casos en los que una comunidad se
halla, en alguna medida, fracturada; o aquellos en los que una comunidad se halla en trance de
fractura total. En realidad, toda comunidad mínimamente compleja se halla, en alguna medida,
permanentemente fracturada. Expresión paradigmática de esta fractura son los delitos cometidos
en virtud de una convicción o de un deber de conciencia compartidos en un grupo social
intracomunitario. RADBRUCH llegó a señalar que, en tales casos, el Derecho positivo deja de
poseer autoridad moral –o la tiene limitada a la que se deriva de la función de proporcionar
orden y seguridad– quedando reducido por lo demás a mero mecanismo de coacción. Siendo así
las cosas, no cabría hablar ni de retribución ni de resocialización como fines de la pena impuesta
al sujeto, pues éstas presuponen una superioridad moral del Estado punitivo sobre el
delincuente. Muchas veces, ni siquiera tendría sentido la prevención general negativa, en la
medida en que incluso el martirio puede ser tentador para el delincuente potencial –el caso de
los terroristas suicidas es paradigmático, pero cabe pensar en otros martirios de menor
intensidad–. Como es sabido, la conclusión de RADBRUCH acerca de la respuesta punitiva
adecuada para el delincuente por convicción (un concepto en el que, más allá de los casos de
deberes de conciencia, integra al delincuente político y social) es sorprendentemente simplista: a
su juicio, una posición relativista requiere un Derecho penal especial para el autor por convicción.
En concreto, lo que procede es inocuizarlo mediante un internamiento de naturaleza muy distinta

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a la propia de la pena criminal: «eine Art Kriegsgefangenschaft im inneren Kriege».1 Creo que la
interpretación de esta tesis no causa especiales dificultades: al delincuente por convicción no se le
puede dirigir un reproche por su hecho.
Dejemos ahora de lado la delincuencia por conciencia, cuyo análisis, no en vano, pronto se alejó
del propio de la delincuencia por convicción;2 y centrémonos en la delincuencia socio-política: es
decir, en los casos de comisión de delitos (más o menos graves) por motivos socio-políticos (más
o menos ampliamente compartidos). Resulta extraño que un Estado –cualquier Estado– pueda
admitir una equiparación, siquiera nominal, del delincuente político-social3 con el enemigo de
guerra. O, lo que es lo mismo, de un conflicto interno político-social con la guerra. El conflicto
armado internacional determina la existencia de una relación horizontal del Estado con el
combatiente enemigo ordinario que, en el caso de ser detenido, se convierte efectivamente en
prisionero de guerra. En cambio, la relación del Estado con aquellos a quienes presta protección
(sean éstos nacionales o terceros que de modo permanente o temporal residen en el territorio) es
una relación vertical. Por tanto, quien comete un delito por una motivación socio-política no pasa
a generar una relación horizontal con el Estado. Tampoco la genera aunque, además, cuente con
un apoyo socio-político en el territorio, incluso con un apoyo amplio. Es probable que el
delincuente socio-político califique su causa como una guerra, que se atribuya la condición de
enemigo del Estado y asigne a éste la recíproca condición de enemigo del grupo socio-político
que apoya sus actos; cabe incluso que se autoexcluya simbólicamente de la comunidad. Su
relación continuará siendo vertical: no dejará de ser delincuente, en la medida en que el Estado
siga protegiendo sus bienes jurídicos.4 Esto, por lo demás, pone de relieve la necesidad de
establecer una distinción entre el delincuente socio-político externo (al que no alcanza la
protección penal del Estado) y el delincuente socio-político interno. El delincuente socio-político
externo no se halla en relación horizontal con el Estado, salvo que recurra a los métodos de la
guerra convencional. Pero tampoco se halla en una relación vertical con el Estado, tanto si actúa
en nombre de un Estado extranjero como si es un free-rider. La polémica cuestión que se abre aquí
es la de en qué ángulo (de entre los noventa grados que median entre una relación horizontal y
una vertical) debe situarse su tratamiento jurídico: en otras palabras, cuán enemigo y cuán

RADBRUCH, «Der Relativismus in der Rechtsphilosophie» (1934), en EL MISMO, Der Mensch im Recht. Ausgewählte
Vorträge und Aufsätze über Grundfragen des Rechts, Göttingen, 1957, pp. 80 ss., 83-84: «Una especie de prisión de
guerra en la guerra interna». También, RADBRUCH, «El delincuente por convicción» (1924; trad. Guzmán Dálbora),
RECPC, (07-r4), 2005, p 3: «El delincuente común está en contradicción consigo mismo; como representante de su
propia individualidad, mejor y más avisada, le sale al paso el Estado que pune. En cambio, el delincuente por
convicción no es rebatible a partir de sí mismo. Frente a la encarnada en el poder punitivo, se halla otra cerrada
convicción. Por más que el Estado lo combata con toda severidad como su adversario, no puede pretender
corregirlo como haría con un sujeto falto de consistencia moral».
2 WELZEL, «Gesetz und Gewissen», en VON CAEMMERER et al. (eds.), Hundert Jahre Deutsches Rechtsleben, t. I,
Karlsruhe, 1960, pp. 383 ss., 399, insistiendo en que la infracción penal que surge de una auténtica decisión de
conciencia debería expresar la honorabilidad de la actitud interna del autor. Su sanción, por tanto, debería
distinguirse –como no deshonorosa– de las de otros delitos. En realidad, ciertamente no se trata de condicionar
la validez de la ley de su aprobación por parte de la conciencia individual. Pero sí de que la ley, al configurar el
deber jurídico, tenga en cuenta la situación de conciencia del individuo.
3 Obvio es decir que el concepto de delincuente político-social no guarda ninguna relación con la comisión de
delitos políticos. El concepto de delito político se refiere a las conductas de «ejercicio de derechos y libertades
públicas» que en un Estado determinado, que reprime dichos derechos y libertades, son calificadas como
delictivas. Sólo en el caso de que la condena por el ejercicio de derechos y libertades públicas conduzca al ingreso
en prisión puede hablarse de presos políticos.
4 Esta última frase es decisiva, pues el incumplimiento por parte del Estado de los deberes de protección
inherentes a su posición de garante determina un serio debilitamiento de su vinculación con el sujeto cuyas
conductas delictivas tienen que ver precisamente con este debilitamiento.
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delincuente es. Pues lo que resulta extraño es que mantenga al cien por cien su cualidad de
enemigo y alcance, asimismo, al cien por cien la cualidad de delincuente; y que pueda optarse
estratégicamente por asignarle, en función de las circunstancias, una u otra cualidad a todos los
efectos.
El delincuente socio-político interno –sean cuales fueren los delitos que cometa, desde graves
actos terroristas hasta ilícitos penales contra el orden público, de mayor o menor entidad– no
pierde su condición de delincuente, ni asciende por tanto de la relación vertical a un grado de
oblicuidad que le aproxime en mayor o menor medida a la horizontalidad. La protección estatal,
de la que se beneficia, impide tal tránsito y obliga, en términos de prevención general positiva, a
exigirle el mismo grado de cooperación con la comunidad (todavía no completamente fracturada)
que a los demás integrantes de ésta. Cabe dirigirle el reproche por sus actos en la misma medida
que a todos ellos. Parece que esta es –y debe ser– una de las diferencias importantes entre el
Estado de autoconciencia débil, propio del período de entreguerras, y el moderno Estado
constitucional de Derecho.
Obviamente, cabe que los actos de delincuencia socio-política produzcan un incremento de la
violencia y den lugar a situaciones revolucionarias o similares. Si el conflicto genera una efectiva
fractura de la comunidad, caben tres posibilidades: (i) que el Estado se imponga y restaure la
comunidad mediante la fuerza legítima; (ii) que sean los delincuentes socio-políticos los que se
impongan;5 o (iii) que llegue un momento en que los binomios Derecho penal/pena, por un lado,
y guerra/paz, por el otro, se entremezclen de modo indisociable. En efecto, a medida que el
Estado de Derecho pierde fuerza y la delincuencia socio-política la gana, surge entre aquél y ésta
una relación oblicua con tendencia progresiva hacia la horizontalidad: hacia la relación entre
enemigos en guerra civil. El estancamiento de esta situación sin victoria de una de las partes
genera una horizontalidad relativa que puede dar lugar al surgimiento de un proyecto de
Derecho estatal (más o menos penal, en función del grado de oblicuidad existente entre las
partes) para la paz. Aunque en él se hable de penas y se utilicen conceptos jurídico-penales, no se
trata en realidad de Derecho penal, pues su objetivo no es punitivo sino restaurativo:
básicamente, la superación de la fractura comunitaria.

Jesús-María Silva Sánchez

M.E. MAYER, Filosofía del Derecho (2ª ed. 1926; trad. Legaz Lacambra), Montevideo/Buenos Aires, 2015, p. 172:
«Desde el punto de vista del orden jurídico ante el que se encuentran, las revoluciones son siempre un grave
delito; si fracasan, el revolucionario es castigado como reo de alta traición; si logra el éxito, es un triunfador y, en
cuanto tal, el detentador de un nuevo poder. En tal caso, el delito de alta traición queda justificado, pues su éxito
pone de relieve que el orden jurídico derrocado había perdido su poder. De ese modo, en la metamorfosis del
Derecho impotente en poder extrajurídico, ofrece la revolución un espectáculo igualmente terrible en su comienzo
y en su fin».

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