¿“Quia peccatum est” o “ne peccetur”?
Una modesta llamada de atención al Tribunal Supremo
La introducción de los sistemas de responsabilidad penal o administrativa de las personas jurídicas por los delitos cometidos por sus integrantes tuvo en su origen —y sigue teniendo, pese a quien pese— un fundamento utilitarista. En concreto, este fue el de intensificar la “lucha” contra la criminalidad corporativa. Por tanto, un sistema así no se sostiene con base en la idea de que las personas jurídicas merezcan la pena, sino que su justificación es, de entrada, preventivo-general. Pretende producir un efecto intimidatorio sobre los administradores y socios de las personas jurídicas, que son los únicos que pueden experimentar un efecto psicológico derivado de la amenaza de pena. Ahora bien, la finalidad de esa presión intimidatoria —a diferencia de lo que sucede con la pena individual— no es que estos se abstengan personalmente de la comisión de delitos. Para eso ya están las conminaciones penales que se les dirigen como personas individuales. La pretensión del sistema de responsabilidad corporativa es que administradores y socios impulsen la adopción y mantenimiento de mecanismos que impidan que la estructura organizativa favorezca la comisión de delitos individuales. Por tanto, el efecto de prevención general negativa que se ejerce sobre los administradores y socios tiene una finalidad indirecta de prevención especial positiva relativa a la “empresa como riesgo”. Expresado con claridad: dado un estado de déficit de adopción de medidas corporativas de policía que redunda en la comisión individual de un delito, se sanciona a la persona jurídica para que ello no vuelva a pasar en el futuro ni en la misma empresa ni en otra.
Todo esto, que es muy claro para cualquiera que esté versado en la vida real económica y corporativa, ya como jurista o como lego, puede llegar a oscurecerse. Ello sucederá si se persiste en la obstinación de un sector de la doctrina —española y extranjera— por sostener que las penas impuestas a las personas jurídicas responden a la existencia en ellas de culpabilidad. Como señalé en su día,[i] esta obsesión parte de una premisa mayor falsa: que las “penas” que ha introducido el legislador para las personas jurídicas son iguales a las (auténticas) penas que se imponen a las personas físicas. A continuación, el silogismo prosigue con una premisa menor verdadera: que la pena de la persona física presupone culpabilidad de ésta. La conclusión es que la pena de la persona jurídica tiene que presuponer necesariamente la culpabilidad de ésta. Lo que empezó con una premisa mayor falsa concluye con una falacia normativista: dado que la pena imponible a las personas jurídicas tiene que basarse en la culpabilidad, entonces en las personas jurídicas hay culpabilidad.
Todo ello ha conducido a una forzada (y perturbadora) trasposición de conceptos propios de la responsabilidad individual a la responsabilidad de las personas jurídicas. La cosa no pasaría a mayores si no fuera porque, lamentablemente, el Tribunal Supremo español, seducido por un sector de la doctrina, ha sucumbido a la tentación. Incluso esto último sería solo una pérdida de tiempo y de esfuerzo si no tuviera efectos perversos. El problema es que sí los tiene, porque encubre la verdadera lógica intimidatoria y correctora del sistema de sanción a las corporaciones. Al hacerlo, oscureciendo el auténtico telos normativo, se arriesga a reconstruirlo mal con todos los efectos perniciosos que derivan de ello. El brillante comentario de Javier Cigüela, que se contiene en la Revista Crítica de Jurisprudencia de este número de InDret penal, da cuenta de la situación.
Como han demostrado las más sólidas investigaciones sobre el Derecho penal de los siglos XIII al XVII (muy influido por la obra de Tomás de Aquino así como por la Escolástica hispánica), existe una clara relación entre la pena impuesta a las corporaciones ya en la Edad Media y los conceptos de pena asociados a fines de utilidad pública.[ii] El papel decisivo en el inicio de la configuración del castigo como expresión estatal de reproche retributivo fue desempeñado por la doctrina del Derecho canónico a partir de los siglos XII y XIII.[iii] Es cierto que, además de la poena satisfactoria (en realidad, una sanción civil), en los siglos sucesivos subsistieron dos conceptos del castigo público. Por un lado, el castigo para la corrección (poena medicinalis), vinculado con la utilidad pública. Por otro, el castigo estrictamente punitivo, claramente vinculado al reproche. De modo elemental, esta es la diferencia decisiva entre el castigo de las personas jurídicas y el de las personas físicas. A medida que la pena se asocia a una culpabilidad material, el castigo corporativo pierde fundamento.[iv]
La sanción de la persona jurídica con ocasión de un hecho que ha cometido otro —la persona física— no se puede fundamentar, obviamente, en consideraciones retributivas. Pero sí cabe legitimarla sobre la base de una argumentación de naturaleza regulatoria, es decir, como mecanismo de conducción de las conductas de las personas físicas que gobiernan las corporaciones. Con la amenaza de sanción a las personas jurídicas se trata de introducir un desincentivo (o incentivo negativo) para el caso de que se produzcan hechos delictivos de personas físicas en el seno de aquéllas.[v] Las preguntas que cabe formularse en este punto son dos. En concreto: (i) a quién se pretende incentivar; y (ii) qué debe hacer ese a quien se trata de incentivar. Pues bien, como se ha adelantado al principio de estas páginas, se pretende incentivar a sus socios y administradores. Estos son los únicos que pueden ser interpelados psicológicamente por la amenaza de pena para la persona jurídica.[vi] La cuestión es qué se pretende con ello. Por un lado, se pretende incentivar a dichos sujetos para que intenten impedir fácticamente los hechos delictivos que desencadenan el castigo de la persona jurídica. Es decir, para que intensifiquen la introducción de mecanismos de prevención técnica —controles— que tienen, en realidad, la naturaleza de medidas descentralizadas —privadas— de seguridad predelictual. Por otro lado, y de modo cumulativo a lo anterior, con la amenaza de pena para la persona jurídica se pretende incentivar a los socios y administradores para que traten de influir comunicativamente sobre las personas físicas que podrían cometer ese hecho (directivos y empleados), de modo que se abstengan de cometerlo. Es decir, de modo que, además de una prevención fáctica, se proceda a la adopción de mecanismos de prevención comunicativa interna.
En definitiva, se trata de que intenten desactivar fáctica o comunicativamente los estados peligrosos propios, en su caso, de la estructura organizativa de la persona jurídica que pueden redundar en la comisión de delitos por algunos de sus integrantes. Los programas de compliance son, en amplia medida, medidas descentralizadas —y privadas— de policía.[vii] Constituyen el mecanismo a través del cual los administradores de empresa asumen (y las empresas financian) el cumplimiento de funciones antaño públicas de policía preventiva, por un lado, y de policía judicial, por el otro. El compliance de prevención de delitos constituye el ejercicio de una actividad de policía preventiva. Esta, a su vez, tiene la naturaleza de una medida de seguridad predelictual (physischer Zwang, coacción física en el sentido de Feuerbach). Sin embargo, es algo más que eso. En efecto, también se está convirtiendo en un mecanismo de formación de la conciencia moral de los empleados y directivos, al menos en lo relativo a la ética de los negocios. Es decir, se presenta como un sistema mixto de coacción directa y generación de hábitos de conducta virtuosa, lo que es muy gráfico pues pone de relieve la equivalencia funcional de lo uno y lo otro. Por su parte, el compliance de detección constituye el ejercicio de policía judicial, encaminado al refuerzo de la coacción psicológica derivada de la amenaza propia de la conminación penal abstracta. En efecto, su existencia, mediante el incremento de la certeza de su imposición, aumenta asimismo el efecto preventivo de las sanciones con las que se amenaza a los integrantes de la empresa, descentralizando los costes de enforcement.
De este modo, la responsabilidad penal de las personas jurídicas —una combinación de coacción psicológica y física— cuadra perfectamente con el programa de Feuerbach.[viii] Si se produce el delito cometido por una persona individual y en él se manifiesta el riesgo corporativo, la pena se impone también a la persona jurídica para “confirmar la seriedad de la amenaza”. La finalidad es que los socios o administradores de otras personas jurídicas adopten medidas para evitar los delitos de sus respectivos integrantes. En lo que hace a la ejecución de la pena, cabe que esta no sólo refuerce los efectos mencionados, sino que, en algunos casos, su contenido posea adicionalmente una trascendencia preventivo-especial para la propia persona jurídica condenada como estado de cosas peligroso. Así, puede consistir en una inocuización (clausura, interdicción, privación de la posibilidad de contratación pública) o en una resocialización coactiva (intervención) de esta. Por lo demás, el proceso y la pena producen efectos reputacionales negativos. Estos poseen un efecto de exclusión económica sobre la persona jurídica como operador en el mercado. Pero, sobre todo, tienen también una obvia repercusión económica y moral sobre sus administradores y socios.
Esta es la columna vertebral del sistema. Otra cuestión es que ese modelo de eficiencia económica se ubique en un marco general que incorpore, en alguna medida, criterios de justicia distributiva (fairness, equidad). A mi juicio, son estos los que vienen impuestos por los principios constitucionales y los que se pretende recoger en el Código penal. También las medidas de seguridad, que afectan a derechos individuales, están limitadas por criterios de justicia distributiva. Con todo, de momento no reciben la calificación de penas.
Jesús-María Silva Sánchez
[i] Silva Sánchez, Fundamentos de Derecho penal de la empresa, 1ª ed., 2013, p. 282; 2ª ed., 2016, p. 357.
[ii] Maihold, Strafe für fremde Schuld? Die Systematisierung des Strafbegriffs in der spanischen Spätscholastik und Naturrechtslehre, 2005; el mismo, «El castigo del pecado y la reprobación ética. La evolución del Derecho penal moderno en la doctrina española del Derecho natural», en Cruz Cruz (ed.), Razón práctica y derecho. Cuestiones filosófico-jurídicas en el Siglo de Oro español, 2011, pp. 125 ss. Esto lo ignora Renzikowski, «Rechtsphilosophische Bemerkungen zur Strafbarkeit von Verbänden», GA, 2019, pp. 149 ss., 155, pese a citar a Maihold.
[iii] García de la Torre, La tentativa y el nacimiento de la ciencia penal europea. Bases para una reconstrucción contemporánea, tesis doctoral UPF, 2020, pp. 48 ss.
[iv] Maihold, Strafe für fremde Schuld?, 2005, pp. 286 ss.; el mismo, en Cruz Cruz (ed.), Razón práctica y derecho, 2011, p. 128.
[v] Henning, «Should the Perception of Corporate Punishment Matter?», Journal of Law and Policy, (19), 2010, pp. 83 ss.
[vi] Kölbel, «Criminal Compliance – ein Missverständnis des Strafrechts?», ZStW, (125), 2013, pp. 499 ss., 530.
[vii] Kölbel, ZStW, (125), 2013, p. 510.
[viii] Feuerbach, Lehrbuch des gemeinen in Deutschland geltenden Peinlichen Rechts, 1ª ed., 1801, §§ 17, 18. Lo que no cuadra con Feuerbach es la inclusión en el modelo de la formación de la conciencia moral de los integrantes de la empresa.