2.10
Editorial

El legislador impaciente

Los políticos en las sociedades actuales de opinión pública son, acaso inevitablemente, sujetos apresurados, impacientes, ansiosos casi. La vida política se rige de manera acelerada por los vaivenes de los medios de comunicación y por las percepciones rápidas y rápidamente perecederas de los ciudadanos. No es de extrañar, entonces, que los políticos, tanto los que gobiernan como los que se sientan en los parlamentos, persigan adoptar medidas a la carrera y con impacto inmediato según el rasero de los medios y de la opinión pública. Los gestos bien visibles y las decisiones precipitadas, transmitidas en tiempo real, constituyen el modo natural de proceder en este entorno.

El modelo de legislador que ha manejado durante siglos la filosofía, la teoría política y moral, así como la reflexión jurídica, no puede ser más distinto. Su conducta se rige por la ponderación, la decisión meditada y la búsqueda del bien común a largo plazo. Las normas a las que se habrán de sujetar los ciudadanos no son producto de decisiones súbitas, de la inmediatez acuciante, sino fruto de largo y cuidadoso estudio en cuanto a la mejor forma de gobernar la sociedad y ordenar la convivencia. Ese ideal de “soberano” −sea el príncipe o la nación− en la edad moderna y contemporánea es siempre reflexivo y prudente. Como dice uno de nuestros clásicos, requiere “…tomar el pulso a los negocios y tentar el vado antes de entrar en el río arrebatado y furioso, y hacer las cosas de manera que la gente cuerda y grave las tenga por acertadas”[i]. La deferencia −o, en sentido opuesto, la sorpresa o la indignación− con la que los juristas, sobre todo los de los países de Civil Law, miramos al legislador y a sus obras no es sino heredera de estas concepciones idealistas y racionalistas del poder legislativo. Dios nos libre de ellas.

Ahora bien, una cosa es que miremos al poder legislativo −normativo, en general− de frente y con buenas dosis de escepticismo, acaso de desencanto, y otra bien distinta es que no nos merezcamos que las medidas legislativas que van a tener largo recorrido y amplio alcance se adopten con un mínimo grado de preparación, anticipación y estudio. Que las reglas de juego para individuos y empresas traten de responder a lo que razonablemente se conoce acerca del sector en que se van a aplicar y no sean simples manifestaciones de puro y desnudo ejercicio del poder.

Ningún país del mundo tiene como legisladores y prelegisladores a filósofos platónicos o a científicos sociales. Afortunadamente. En todos los países democráticos los actos del legislador responden a la lógica del juego político en sociedades de opinión pública. Pero los mejores de entre ellos han construido instituciones y hábitos de comportamiento que constriñen el simple voluntarismo político e introducen dosis variables de reflexión, uso del conocimiento disponible y previsión de los efectos a largo plazo sobre el bienestar social. En definitiva, promueven legisladores razonablemente pacientes. Alemania y el Reino Unido son dos buenos ejemplos de esta actitud.

Para nuestra vergüenza, nosotros no somos así. El decisionismo político campa sin ningún control por nuestro procedimiento legislativo, desde la menor de las oficinas de cualquier administración pública hasta la promulgación de la ley. Nuestro legislador, que con frecuencia es perezoso y remolón, es también, cuando se pone en marcha, terriblemente impaciente. Toma medidas sin avisar, sin pensar, por impulso. Esto no es nuevo, ni mucho menos, y lleva ocurriendo con gobiernos y parlamentos −también los autonómicos− de todos los colores políticos.

Pero hoy quiero resaltar dos casos recientes y sangrantes. El primero es objeto de un trabajo que publicamos en este número. Me refiero a la inesperada y no preanunciada modificación del art. 105.2 del Real Decreto Legislativo 1564/1989, de 22 de diciembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Sociedades Anónimas, que, de un plumazo y sin estudio previo alguno, hace saltar por los aires los límites estatutarios al ejercicio de derechos de voto en las sociedades cotizadas. No estoy seguro si la medida es buena o es mala. Pero lo que es cierto es que su modo de adopción ha sido funesto. No se puede legislar en cuestiones relevantes para la vida de nuestras empresas y nuestro bienestar económico para responder a concretas luchas por el poder en un par de sociedades del IBEX 35 y sin el más mínimo análisis acerca de las posibles consecuencias de una regla de calado. Para cambiar la Ley de sociedades anónimas habría que hacer acopio del conocimiento disponible, analizar previsibles efectos de las alternativas regulatorias en juego, redactar cuidadosamente los textos legales, porque los carga el diablo, y pensar en formas de evaluar en el futuro el impacto del cambio legal y juzgar su buen o mal funcionamiento. En fin, todo lo contrario de lo que ha sucedido.

Algo similar ha ocurrido con el art. 21.1 de la Ley 7/2010, de 31 de marzo, General de la Comunicación Audiovisual, que restringe a cuatro años el período máximo de adquisición de los derechos de competiciones futbolísticas, una previsión que no solo no existía en el proyecto, sino que no había sido objeto de debate o estudio de ninguna clase. De nuevo, soy agnóstico respecto a la bondad o no de la medida (de hecho, la Comisión Nacional de la Competencia quiere incluso endurecerla y limitar a tres años la duración), pero no en cuanto a la improvisación, a la imprudencia que subyace al modo de adoptarla.

Uno de los grandes favores que podrían hacer quienes detentan el poder político, en sus distintos niveles, es el de crear mecanismos y promocionar hábitos de comportamiento que nos den legisladores con mayor y mejor bagaje de conocimiento y análisis del alcance de sus decisiones normativas. Legisladores más activos, sin duda, pero desde luego más pacientes.

 

Fernando Gómez Pomar

[i] Pedro de RIBADENEYRA, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe christiano para gobernar y conservar sus estados, Madrid, Pantaleón Aznar, 1788, p. 446 (la edición original es de 1595).

 

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