Si hay algún pecado, creo, difícilmente achacable a InDret es el aldeanismo. Con gran generosidad de su parte, autores, suscriptores y lectores en 30 países distintos de varios continentes forman parte de InDret. Este dato ya de por sí es un poderoso antídoto para el veneno del costumbrismo jurídico. Nos alienta, desde luego, para que las páginas de esta revista traten de acoger trabajos que no miran estrechamente a los microproblemas de un determinado sistema jurídico o de un cierto gremio, difícilmente inteligibles o apenas de interés para una comunidad jurídica más amplia. Intentamos que InDret sea el espacio natural de trabajos que, aún referidos a un sistema jurídico dado, estatal o no, tengan el alcance para ensanchar el campo de visión desde el ordenamiento de partida.
Escudado entonces tras virtudes y méritos ajenos, voy a caer ahora, por una vez, en la tentación del localismo. Por partida doble, además, geográfica y gremial. La mayoría de los que estamos, en varias funciones, en las cocinas de InDret, dedicamos nuestra vida profesional al estudio académico en una u otra Universidad española. En estos momentos, las facultades de Derecho españolas se hallan de hoz y coz en el arduo proceso de gestar los planes de estudio por los que se enseñará y se aprenderá el Derecho durante la próxima generación. Apartándose de una inveterada tradición hispánica –aunque la ideara la Francia napoleónica- que dictaba los planes de estudio, en Leyes como en las demás materias, desde un despacho ministerial, el régimen legal vigente –Real Decreto 1393/2007, de 29 de octubre (BOE núm. 260, 30.10.2007)- es razonablemente flexible. Confía casi por completo a las propias universidades –y éstas, mayormente, a las respectivas facultades- la concreción de los contenidos que habrán de llenar un esqueleto apenas dibujado por las normas ministeriales.
Los planes de estudio hoy vigentes en España se limitaron hace pocos lustros a aggiornare de forma cosmética una tradición que segrega a los juristas de las restantes ciencias sociales, y que impone una compartimentación de la materia jurídica en rígidas áreas de conocimiento, en islas intelectuales incomunicadas con el exterior y en las que los isleños hablan lenguas –o jergas, incluso- mutuamente incomprensibles. La comprensión apriorística de la materia jurídica a través de “áreas de conocimiento” configuradas como únicas y excluyentes vías de enseñar y conocer la realidad jurídica es pura petrificación de esquemas y divisiones en gran medida convencionales y hoy, sin duda, merecedores de acabar en el desván. Este modo de acercarse al Derecho supone un lastre insoportable para el futuro de la investigación y la enseñanza jurídicas, y de las propias Facultades de Derecho, por lo que tiene de osificación de un esquema al servicio de la ausencia de incentivos y de competencia, de la autocomplacencia irresponsable y del minifundismo.
Es incomprensible que los estudiantes de Derecho sigan hoy sometidos o aplastados por planes de estudio que contemplan al derecho de autor y la propiedad intelectual como algo que debe explicarse junto a –y por las mismas personas que- la propiedad de montes y minas o el censo enfitéutico y no junto a las patentes o las marcas. Que sitúan académicamente al seguro junto al Derecho concursal y lo separan de la responsabilidad civil –y además no permiten explicar qué es la aversión al riesgo, sin la cual el seguro no existiría-. Que presuponen que ciertos profesores capacitados para exponer el contrato de comisión o de agencia no lo están para el de mandato (y viceversa). Que impiden explicar de modo coherente y general –y no embutidos en los rincones de vetustos programas- el Derecho del medio ambiente o el Derecho comunitario. Que piensan que se puede analizar y practicar con sensatez, por ejemplo, el Derecho penal y el procesal penal sin conocer siquiera los rudimentos de cómo calcular la mediana de demora en los asuntos que entran en un juzgado penal, o cómo ha crecido la población penitenciaria en nuestro país.
Afortunadamente, las profesiones jurídicas, o algunas de ellas al menos, más expuestas que la académica al aire fresco de la competencia, hace tiempo que ven ese panorama desde muy lejos. La enseñanza del Derecho en España no puede permitirse perder otra oportunidad, otra más, de coger el tren que nos haga abandonar de veras el siglo XIX. Todo está en nuestras manos, las de los profesores españoles de Derecho. No habrá ahora otros responsables. Mucho está en juego, no sólo para nuestras pequeñas parcelas dentro de las universidades, sino para el futuro del funcionamiento institucional del país, que sigue estando, mayoritariamente, en manos de los juristas. Uno de los grandes filósofos de la Ilustración y uno de los padres de la ciencia económica y de la modernidad formuló un sabio y triste augurio sobre la naturaleza colectiva de los humanos: “People of the same trade seldom meet together, even for merriment and diversion, but the conversation ends in a conspiracy against the public…”. Ojalá no se cumpla esta vez el presagio.
Fernando Gómez Pomar