Cuando[1] el poeta Paul Eluard escribió su famoso aforismo “Hay otros mundos, pero están en éste. Hay otras vidas, pero están en ti”, seguramente no fue capaz de prever hasta qué punto la paradoja surrealista podría describir nuestra realidad actual. La sociedad de la modernidad tardía es, en efecto, una sociedad caracterizada por la complejidad: velocidad del cambio, globalidad del cambio y una intensa reflexividad que se manifiesta en la práctica institucional. En realidad, ni siquiera se trata ya sólo de una sociedad. Son varias sociedades que se solapan en un territorio y bajo un Estado, cada una de las cuales, sin embargo, tiene más que ver con sus sociedades análogas en otros territorios que con las sociedades disímiles que concurren con ella en “su” territorio. Tampoco hay una única vida personal. La diversidad de roles se ve multiplicada en una pluralidad de existencias virtuales, de juegos sujetos a reglas distintas. Las tecnologías de la información y de la comunicación en un contexto de fuerte desvinculación social han gestado un universo de individuos que buscan seguridad al tiempo que ponen fin de modo acelerado a las únicas instituciones que podrían proporcionárselas. El resultado de todo ello es el sujeto melancólico y deprimido: agotado.
La complejidad social es recibida en el Derecho y, en particular, en el Derecho penal. Como en la sociedad, también aquí sucede que lo tradicional se resiste al cambio mientras que lo nuevo no termina de imponerse. En medio de esta dialéctica inacabada (¿inacabable?) priman la confusión y la desorientación. La contingencia de lo presente en sus múltiples facetas abre la puerta a la pregunta que en su día planteara Lenin (1902): ¿Qué hacer?
La respuesta no es fácil y en pocos casos como en éste se observa la necesidad de que el lector asuma un papel activo. En otras palabras, la necesidad de que siga el famoso consejo que —en su ensayo Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung? (1784)— nos brindara Immanuel Kant: “Sapere aude”, ten el valor de usar tu propia razón, en tiempos en los que todo invita a hacer dejación del pensamiento crítico.
Por lo demás, no está nada claro que todas las interpretaciones de la propuesta de Kant sean asumibles. En su editorial del día 11 de diciembre de 2015 el diario español EL MUNDO lo veía de este modo: “Fueron Kant y la Ilustración quienes mucho antes ampararon la libertad del individuo frente a los vínculos corporativos o sentimentales que pretenden encuadrar al ser humano como la pieza de un gran engranaje”. Sin embargo, un entendimiento de la idea de “emancipación del individuo” en el sentido de eliminación total de los vínculos interpersonales corre el riesgo que se describe gráficamente en las lenguas germánicas: “das Kind mit dem Bade ausschütten (throwing the baby out with the bathwater)”. Pues conduce, como en realidad sucedió, a la destrucción de instituciones que no eran sino expresión de la socialidad humana, dejando al citoyen aislado e indefenso frente al Estado y posibilitando así todos los totalitarismos (los que han recibido ese nombre y los que no). Así se explica el siguiente aserto del divulgador filosófico alemán Richard D. Precht en su libro El arte de no ser egoísta: “Hoy vivimos en Alemania en una cultura que se cuenta entre las más egoístas y más asistenciales a la vez de la historia de la humanidad. En la que del individuo se espera el egoísmo y del Estado la labor asistencial” (p. 159).
La economía, en efecto, necesita un hedonista egoísta y un consumidor insaciable, que nunca está satisfecho y no guarda disciplina en su afán de más. La sociedad, en cambio, necesitaría un conciudadano decente y modesto, dispuesto a ayudar y satisfecho.[2] La cuestión es cómo resolver ese dilema. “Pues bien, la racionalidad económica que ha hecho avanzar materialmente al mundo occidental desde hace dos siglos es parasitaria, corroe nuestros fundamentos sociales y, con enorme despliegue propagandístico económico, cría egoístas duros”.[3] La avidez de poder y de goce no sólo ya no es un vicio, sino que ha sido asumida por el Derecho. Todo ello pone en cuestión la soberanía de la política: pone en tela de juicio la inspiración humanística del Derecho y sostiene la superioridad legal del mercado.[4] Ciertamente, “hemos creado una sociedad en la que el materialismo ha vencido sobre los vínculos morales, en la que el desarrollo que hemos alcanzado no es sostenible ni ecológica ni socialmente a la larga, en la que no actuamos como comunidad para satisfacer nuestras necesidades comunes, entre otras cosas porque un individualismo radical y un ‘fundamentalismo de mercado’ socava todo sentido comunitario”.[5] Los saludables valores de la modestia, del estilo de vida sencillo, de los vínculos y tradiciones familiares se han ido convirtiendo en un mundo de lo desmedido.[6]
En el plano del Derecho, es preciso afrontar una realidad: El positivismo se manifiesta de modo no infrecuente como un no-cognitivismo voluntarista. Según esto, lo jurídico y lo ético en general carecerían de componente racional alguno, siendo más bien fruto de una voluntad en la que lo decisivo serían los elementos emotivos e irracionales. Pues bien, “frente a la querencia positivista a describir un Derecho del Estado, que presenta a éste como propietario de los instrumentos jurídicos necesarios para llevar a cabo sus designios políticos, surgía el Estado de Derecho”. Tomado éste en serio, su pretensión es hacer entrar en razón al Estado, “reconociendo la existencia de un derecho autónomo con respecto a los designios estatales, capaz de someterlos a control, sobre todo mediante la garantía y protección de unos derechos fundamentales que legitimarían el ejercicio de su poder”.[7]
¿Qué hacer, entonces?
Volver nuestra atención al papel de la persona. En efecto, “las personas pueden volver a acercarse unas a otras, las asociaciones familiares a asumir cada vez más funciones económicas y sociales, las ciudades y municipios a apoyarse con más fuerza en sus ciudadanos. Puede aflorar de nuevo a la superficie un comportamiento solidario interpersonal y social que durante generaciones fue anegado por raudales de pagos anónimos estatales”.[8] A partir de ahí, proponer un Estado, un Derecho y un Derecho penal al servicio de la persona, de las personas y su mundo de la vida.
La complejidad y la desorientación, propias de un Derecho penal que ha ido perdiendo sus referentes, sólo podrán ser reducidas si se parte de la persona, de la familia, de las asociaciones e instituciones básicas y de sus necesidades. Sólo si se advierte que el Estado, el Derecho y especialmente el Derecho penal se justifican únicamente por su intervención subsidiaria se habrá asentado la primera premisa para salir del mar de los sargazos.
[1] Este editorial reproduce fragmentos de mi prólogo al libro de Arocena/Balcarce/Cesano, Derecho penal tardomoderno, Buenos Aires (Hammurabi), 2016. Su inserción aquí pretende ser el modesto homenaje de InDret penal al Dr. Fabián Balcarce, Profesor Titular de Derecho penal de la Universidad Nacional de Córdoba, prematuramente fallecido en Sucre (Bolivia) el 16 de octubre de 2016. ¡Descanse en paz!
[2] Precht, El arte de no ser egoísta (trad. Isidoro Reguera), Madrid (Ediciones Siruela), 2014, pp. 312-313.
[3] Precht, El arte de no ser egoísta, 2014, p. 313.
[4] Sequeri, Contra los ídolos posmodernos (trad. María Pons Irazábal), Barcelona (Herder), 2014, p. 34 ss.
[4] Stiglitz, Im freien Fall. Vom Versagen der Märkte zur Neuordnung der Weltwirtschaft, Múnich (Siedler Verlag), 2010, pp. 354-346.
[6] Precht, El arte de no ser egoísta, 2014, p. 313.
[7] Ollero, «Hacer entrar en razón al Estado de Derecho», Acta Philosophica, (21-2), Sección Forum (Un anno dopo Berlino: acttualità del diritto naturale [Francesco D’Agostino, Andrés Ollero, Martin Rhonheimer], pp. 377 ss), 2012, pp. 386 ss.
[8] Miegel, Exit: Wohlstand ohne Wachstum, Berlín (Propyläen Verlag), 2010, p. 205.