1.22

Quo vadis T.C.?
Sobre la constitucionalidad de la Prisión Permanente Revisable (PPR). STC 169/2021

Universitat de Girona

Hemos tenido que esperar más de seis años para que nuestro Tribunal Constitucional (en adelante T.C.) diera respuesta al recurso de inconstitucionalidad planteado en su día contra varios apartados de la L.O. 1/2015 por la que se modificó el Código Penal, y en concreto, se introdujo en nuestro ordenamiento por vez primera en su historia democrática, la pena denominada “prisión permanente revisable” (en adelante PPR). En efecto, España era uno de los pocos países europeos que no preveía en su ordenamiento penal modalidad alguna de cadena perpetua .
La PPR, tanto por su innegable carga aflictiva como por su simbolismo fue desde los primeros proyectos de reforma del CP que cristalizaron posteriormente en la L.O. 1/2015, una pena intensamente criticada por la mayoría de la doctrina penal y criminológica de nuestro país.
Pues bien, a pesar de que, según decimos, nuestro T.C. ha tardado más de seis años en resolver el recurso de inconstitucionalidad sobre una pena particularmente problemática, si hay una palabra que, en mi opinión, resume la STC 169/2021, esta es decepción. Decepción no tanto (o solo) por el resultado final, que en suma es la convalidación de esta nueva pena en nuestro sistema penal, sino sobre todo por la pobreza argumentativa de la resolución. Efectivamente, en mi opinión, la STC 169/2021 es una sentencia decepcionante y pobre que abunda en el desprestigio de un tribunal al que ya muchos lógicamente ven solo como un (necesario) trámite para poder acudir a instancias más sensibles con el respeto de los Derechos Humanos (esto es, el Tribunal Europeo de Derecho Humanos, en adelante TEDH).
Estamos ante una sentencia decepcionante, impropia de un alto tribunal estatal, por su escasa argumentación y nula profundización en los aspectos clave que plantea la PPR.
Por lo que hace referencia a la pobreza argumentativa de la sentencia, lo primero que salta a la vista es que estamos ante una resolución que en escasas páginas ventila las numerosas y profundas cuestiones planteadas en contra de la PPR. Uno esperaría más de un alto tribunal: compárese esta sentencia con la ya antigua sentencia del Tribunal Constitucional alemán sobre la constitucionalidad de la cadena perpetua en Alemania, de 1977, en la que se analizó profusamente la evidencia empírica de la época sobre los efectos físicos y psíquicos de las penas de prisión de larga duración. Pero no es solo un problema de limitado esfuerzo argumentativo. Más grave es que se aprecia en la sentencia, al margen del tradicional “corta-pega” de resoluciones anteriores, que la argumentación de nuestro T.C. se limita a una exégesis, y además sesgada, de la jurisprudencia del TEDH sobre la cadena perpetua. Tienen sin duda aquí razón los firmantes del voto particular cuando reprochan a la mayoría del T.C. que lo que se planteó en el recurso de inconstitucionalidad no fue la adecuación de la PPR con el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), sino con el marco constitucional español. Evidentemente, que esta nueva pena no vulnere el CEDH es un prius necesario, pero ello no agota, como considera el T.C. equivocadamente, el juicio sobre la constitucionalidad de la PPR.
Adicionalmente, la insuficiencia argumentativa de la sentencia es patente cuando el T.C. recurre a actos de fe para intentar justificar la PPR. En este sentido, me parece particularmente ilustrativo el “juicio” de nuestro T.C. en su Fundamento Jurídico 5º B) sobre la “Necesidad de la pena” de PPR. Sobre esta cuestión dice textualmente la sentencia:
La idoneidad de la agravación de la prisión para producir un efecto reforzado de disuasión no parece discutible (…) Se puede discutir si estos límites [sc. se refiere el T.C. a las penas de prisión que se preveían antes para los delitos más graves] proporcionaban ya en su momento una respuesta suficiente para afianzar el ordenamiento jurídico y el sentimiento colectivo de Justicia, consideración que queda extramuros del objeto de este procedimiento, pero no que la pena de prisión permanente revisable no haya contribuido a reforzar la finalidad disuasoria del sistema de Justicia penal.
Sencillamente sonrojante pues no hay juicio alguno, sino meras afirmaciones apodícticas. Nada más y nada menos que el crucial examen sobre la necesidad de esta nueva y polémica pena es despachado con una alusión imprecisa a la disuasión (¿qué disuasión?, ¿se refiere el T.C. a la prevención general negativa -intimidación-, a la prevención general positiva -reafirmación de la norma o la conciencia colectiva- a la prevención especial negativa -incapacitación?), que además se da por indiscutible y no solo eso, sino ya por verificado (¡!). Un auténtico ejercicio de fe…pero de un tribunal se espera motivación, no mera fe, sobre todo cuando de lo que se trata es de convalidar la posibilidad de que una persona pase toda su vida entre rejas.
Además la sentencia es decepcionante sobre todo por su nula profundización en los aspectos clave que plantea la introducción de la PPR en nuestro sistema penal. Destacaré, en aras de la brevedad propia de una editorial, sólo algunos de ellos.
1. Sobre los plazos de revisión de la PPR. En primer lugar, según decíamos, nuestro T.C. se autolimita a ejercer de tribunal inferior al TEDH y realiza un análisis de la jurisprudencia de este tribunal sobre la cadena perpetua para concluir que la PPR española cumple con las condiciones de “reductibilidad” establecidas por el TEDH (esto es, básicamente, que la pena sea objetivamente revisable, ofreciendo al interno una expectativa o esperanza realista, no utópica, InDret 1.2022 Editorial viii de ser algún día liberado, con un procedimiento para ello predeterminado, claro y cognoscible, que tenga en cuenta la evolución individual del reo durante la condena).
Sin embargo, nuestro T.C. parece olvidar que el TEDH también se ha preocupado en señalar que, precisamente para evitar que la posibilidad de revisión sea utópica, no se puede establecer un periodo de cumplimiento fijo (esto es, antes de la primera posibilidad de revisión) demasiado largo. Y en concreto, el TEDH considera que la posibilidad de revisión no debería demorarse, como máximo, más allá de los 25 años (así vid. Vinter y otros v. Reino Unido, 2013; parágrafo 120). De hecho, existe ya case-law en el TEDH que considera contrario al art. 3 del CEDH (que prohíbe los castigos inhumanos o degradantes) el periodo fijo de cumplimiento de 40 años establecido en la legislación penal húngara (T.P. y A.T. v. Hungría, 2016, parágrafos 41 y ss.5 ).
Pues bien, sobre esta importantísima cuestión del plazo mínimo para efectuar una revisión nuestro T.C. pasa de puntillas, en un lacónico párrafo en el que alude al “panorama que ofrece el derecho comparado”, enumerando una retahíla de países europeos y los mínimos de cumplimiento de la cadena perpetua previsto en cada uno de ellos, citando tan sólo un caso, el de Turquía (un país que no creo que pueda considerarse un paradigma de la defensa de los derechos humanos), con un periodo (40 años) superior al español. Sin embargo, frente a ello nuestro T.C. se despacha en un sorprendente párrafo considerando que [sic.] “(e)l riesgo de desproporción de la pena de prisión permanente revisable no reside, por lo tanto, en el cumplimiento penitenciario de los períodos de seguridad predeterminados por la ley”.
En definitiva, existen buenas razones para considerar, no solo inconstitucional, sino contrario al CEDH los supuestos en los que nuestra PPR prevé un periodo mínimo de cumplimiento superior a los 25 años (de 30 y hasta 35 años en algunos supuestos).
2. Sobre las condiciones de “reductibilidad” de la PPR. Al margen de la cuestión de los periodos mínimos de cumplimiento, otro aspecto clave de la legitimidad constitucional de la PPR consiste en las condiciones concretas que permiten la liberación del penado una vez superado dicho periodo mínimo. Como el propio T.C. reconoce (denominándolo “test de humanidad de la PPR”), para ofrecer al interno una expectativa o esperanza realista, no utópica, de ser algún día liberado, es necesario que exista un procedimiento para ello que esté predeterminado, que sea claro y cognoscible, y que tenga en cuenta la evolución individual del reo durante la condena (F.J. 4 a).
Pues bien, sobre esta crucial cuestión la clave reside en el art. 92 CP, que establece las condiciones para acordar la suspensión de la ejecución de la PPR, exigiendo como requisitos, al margen del cumplimiento del periodo mínimo y de la clasificación en tercer grado:
Que el tribunal, a la vista de la personalidad del penado, sus antecedentes, las circunstancias del delito cometido, la relevancia de los bienes jurídicos que podrían verse afectados por una reiteración en el delito, su conducta durante el cumplimiento de la pena, sus circunstancias familiares y sociales, y los efectos que quepa esperar de la propia suspensión de la ejecución y del cumplimiento de las medidas que fueren impuestas, pueda fundar, previa valoración de los informes de evolución remitidos por el centro penitenciario y por aquellos especialistas que el propio tribunal determine, la existencia de un pronóstico favorable de reinserción social.
Como puede observarse, la ley penal enumera toda una serie de parámetros, muchos de ellos ajenos a la conducta y evolución del penado durante la condena.
Sobre este juicio relativo a un “pronóstico favorable de reinserción social” pesan, sin embargo, claros interrogantes. ¿A qué se refiere dicho pronóstico favorable, a la posibilidad de llevar una vida ajena al delito, ajena a los delitos por los que fue condenado?, ¿a la posibilidad de que la excarcelación no genere una reacción social contraria que dificulte la reinserción social? Demasiados interrogantes para lo que es el aspecto clave sobre la posibilidad de liberación anticipada en casos de PPR y que, en mi opinión, debería haber llevado a declarar la inconstitucionalidad de la ley o, cuando menos, a que el T.C. hubiera realizado el esfuerzo por desarrollar una interpretación acorde a la Constitución. Decir, como simplemente considera el T.C. (F.J. 9º) que la PPR “no es una pena indeterminada (…) sino una pena determinable con arreglo a criterios legales preestablecidos cuya individualización judicial se completa en fase de ejecución mediante la aplicación de unos parámetros, los del art. 92.1 CP, claros y accesibles al reo desde el momento de la imposición de la condena”, parece un nuevo acto de fe de nuestro T.C., pues la “claridad” de los criterios establecidos en el art. 92.1 CP parece sólo accesible a los ojos de la mayoría del tribunal.
Ello contrasta llamativamente además con lo que el propio T.C. considera pocas líneas después (F.J. 9º b) ) sobre los presupuestos de la revocación de la suspensión condicional de la PPR establecidos en el art. 92.3 CP. En este precepto se determina que el juez de vigilancia penitenciaria revocará la suspensión de la pena “cuando se ponga de manifiesto un cambio de las circunstancias que hubieran dado lugar a la suspensión que no permita mantener ya el pronóstico de falta de peligrosidad en que se fundaba la decisión adoptada”. Dejando al margen el cambio de paradigma que se observa entre los arts. 92.1 y 92.3 (para suspender la PPR se exige un “pronóstico favorable de reinserción social”, pero para su revocación se alude al concepto de “peligrosidad”, nuevo concepto claramente indeterminado), sorprende que ahora el T.C. considere inconstitucional por indeterminada la redacción del 92.3 CP debido a que otorga al juez de vigilancia penitenciaria “una facultad casi omnímoda para ordenar el reingreso en prisión del liberado en virtud de una valoración de sus circunstancias personales exenta de pautas legales (…) El art. 92.3, párrafo tercero, CP es susceptible de generar en el liberado condicional la sensación insuperable de incertidumbre sobre su modo de aplicación efectiva…”.
Sorprende esta afirmación del T.C. porque uno se pregunta si esa “sensación insuperable de incertidumbre”, que lleva al T.C. a considerar inconstitucional por indeterminada la regulación de la revocación de la suspensión de la PPR, no es la misma que acecha al penado que está al albur de la “facultad casi omnímoda” (esta vez, no del juez de vigilancia, sino) del tribunal sentenciador en lo concerniente a si se ha alcanzado en su persona un “pronóstico favorable de reinserción”. Como hemos visto, el art. 92.1 CP no proporciona pautas claras para efectuar tal pronóstico y por tanto la tacha de indeterminación que el T.C. afirma en un caso debería extenderse al otro (en el mismo sentido vid. el voto particular de CÁNDIDO CONDE-PUMPIDO).
3. Sobre la legitimidad o justificación penológica de la PPR. Ya hemos señalado que las escasas reflexiones que el T.C. dedica a la justificación penológica de la PPR son decepcionantes. El T.C. en el F.J. 7º B) de la sentencia trata la cuestión de los “fines de la pena de prisión permanente revisable”, aludiendo según vimos al efecto disuasorio de la PPR. Efecto que además da sorprendentemente por ya conseguido, sin siquiera aclarar a qué concreto efecto disuasorio se refiere.
Ciertamente uno tiene la impresión de que el T.C. se refiere con ello a un presunto efecto de prevención general positiva, esto es, de reforzamiento del ordenamiento jurídico y del sentimiento colectivo de justicia, pues una alusión a la prevención general negativa o intimidatoria hubiera exigido un mínimo esfuerzo por valorar empíricamente la difícil cuestión relativa al efecto preventivo de la PPR respecto las penas largas de prisión determinadas temporalmente.
Pero en todo caso, nuestro T.C. parece entender la prevención general positiva en su versión más discutible como mera “fidelidad al Derecho”, ya que ningún esfuerzo existe tampoco en la sentencia por siquiera indagar empíricamente cuál es el “sentimiento colectivo de justicia” de nuestros ciudadanos. Se esperaría de un alto tribunal que fuera más allá de los habituales sondeos de opinión que, en mi opinión, no pueden legítimamente utilizarse como un proyecto para la construcción de un derecho penal democrático6 , pero es que nuestro T.C. ni siquiera alude a ellos, le basta un acto de fe.
4. Por último, y para no extenderme más, abordaré el tema de la compatibilidad de la PPR con el mandato resocializador del art. 25.2 C.E. Sobre este punto es clave comprender lo que multitud de investigación empírica sobre condenas de muy larga duración ha demostrado: la cadena perpetua añade a las habituales “penalidades del encarcelamiento” una adicional, que es el sufrimiento derivado de la incertidumbre y la indeterminación. Efectivamente, la diferencia fundamental entre las penas muy largas de prisión y la PPR es que los condenados a penas de prisión largas tienen un horizonte definido de condena, algo de lo que carecen los condenados a PPR, sobre los que pesa así un sufrimiento específico derivado de la posibilidad, no remota, de que su condena sea en realidad una “condena a morir en la cárcel”.
Este sufrimiento adicional hubiera exigido de nuestro T.C. un mayor esfuerzo de argumentación sobre el encaje de la PPR con el mandato de resocialización establecido en el art. 25.2 CE, pues por mucho que tal mandato haya sido diluido por el propio T.C., existe base para considerar que no puede ser tajantemente excluido cuando se valora la constitucionalidad de una pena.
En este sentido, sorprende que el propio T.C. en los párrafos finales de la sentencia aluda a que por ello es necesario “reforzar la función moderadora que el principio constitucional consagrado en el art. 25.2 CE y sus concretas articulaciones normativas, debe ejercer sobre la pena de prisión permanente revisable” y que “las tensiones que el nuevo modelo de pena genera en el art. 25.2. CE precisan ser compensadas reforzando institucionalmente por medios apropiados la posibilidad de realización de las legítimas expectativas que pueda albergar el interno de alcanzar algún día su libertad”. El T.C. acaba precisamente donde debería haber empezado: reconociendo la “tensión” de la PPR con el mandato resocializador y haciendo entonces el esfuerzo por concretar cómo (si es que se puede) deben resolverse tales tensiones.
En suma, una sentencia pobre y decepcionante que no resuelve realmente ninguno de los problemas que plantea la PPR: los plazos, los criterios, la justificación de esta pena y su cumplimiento con el mandato de resocialización.
Por desgracia, la “pobreza” argumental de esta sentencia no hace sino confirmar el estado actual del alto tribunal. Si algún día el T.C. pudo tener un sentido como contra-poder (del poder legislativo) en defensa de los Derechos Humanos, su instrumentalización política, le ha privado probablemente de la posibilidad real de ser algo más que un apéndice del poder político que consiga tejer una mayoría en su seno. Por ello, podemos preguntarnos legítimamente: “Quo vadis T.C.?”.

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Daniel Varona Gómez, «Quo vadis T.C.?. Sobre la constitucionalidad de la Prisión Permanente Revisable (PPR). STC 169/2021», InDret 1.22 ,pp. vi-xi