3.16
Editorial

Reflexiones en julio convulso

Universitat Pompeu Fabra

En nuestras sociedades de lo instantáneo cada vez menos personas siguen manteniendo la capacidad de detenerse a contemplar el mundo y a los otros con empatía, simpatía o, lo que es etimológicamente equivalente, compasión. Sin embargo sólo en esa contemplación pueden surgir la fraternidad y el reconocimiento recíproco. En efecto, “en el sujeto que reconoce se efectúa un acto por el que queda descentrado, porque admite un valor a otro sujeto que es la fuente de pretensiones legítimas que menoscaban el amor que se tiene a sí mismo”.[1]

Sería un error, sin embargo, reducir el reconocimiento a la adopción de una posición crítica frente a la distribución desigual de los bienes materiales de la vida, por mucho que ésta sea patente y escandalosa. A ello debe añadirse una consideración asimismo crítica de la distribución desigual “difícilmente mensurable pero no obstante demostrable, de oportunidades de formación cultural, reconocimiento social y trabajo que garantice la identidad”.[2]

La contemplación, como actitud opuesta a la voluntad de dominio, vale también para con la naturaleza. En un mundo herido por la destrucción, el agotamiento y la distribución inicua de los recursos naturales, la avidez de dominio y de goce durante siglos no sólo no se ha visto como un vicio, sino que ha sido asumida por el Derecho. Todavía hoy —en plena crisis de agotamiento— se sigue constatando hasta qué punto los Estados se hallan subordinados a la Economía. Todo ello pone en cuestión la soberanía de la política: pone en tela de juicio la inspiración humanística del Derecho y sigue sosteniendo la superioridad legal del mercado.[3] En esta línea, la encíclica Laudato sí del Papa Francisco ha puesto el dedo en una de las llagas más sangrantes de nuestra humanidad doliente.

Entretanto, en las sociedades del capitalismo postmoderno, de las finanzas y del consumo, un modelo de individuo narcisista y conformista prevalece sobre el ciudadano activo y responsable. En efecto, el narcisismo sistémico de la eterna juventud[4] invita a la acción sin responsabilidad; al trabajo y el consumo compulsivos; a la preocupación por uno mismo, sin prestar atención a los demás;[5] al sinsentido del dolor y de la muerte. En este contexto, parece claro que los desempleados, los marginados, los solitarios, los niños y los ancianos son, literalmente, excluidos de la sociedad.

A los juristas nos corresponde un papel importante en la necesaria reversión de esta situación. Nos incumbe reflexionar y proponer los medios para la liberación de la persona con respecto a la manipulación de los poderes económicos; en particular, proponer a los políticos las medidas que fomenten la solidaridad con los menos favorecidos, integrándolos en una sociedad que ya los ha excluido de hecho. Como indica Honneth, “para poder actuar como una persona moralmente responsable, el singular necesita no sólo la protección jurídica frente a las intervenciones en su esfera de libertad, sino también la oportunidad jurídicamente asegurada de su participación en la formación pública de la voluntad, pero sólo puede hacer uso de ella si se le concede en cierta medida socialmente un nivel de vida. Por eso en los últimos siglos, con las garantías que recibió el estatus jurídico del ciudadano singular, debe igualmente ampliarse el conjunto de todas las facultades que caracterizan al hombre constitutivamente en tanto que persona: a las cualidades que a un sujeto lo ponen en condiciones de obrar racionalmente, se ha añadido entre tanto un mínimo de formación cultural y de seguridad económica. Reconocerse recíprocamente como personas de derecho, hoy significa más de lo que podía significar al principio del desarrollo moderno del derecho: no sólo la capacidad abstracta de poder orientarse respecto de normas morales, sino también la capacidad concreta de merecer la medida necesaria en nivel social de vida por la que un sujeto es entretanto reconocido cuando encuentra reconocimiento jurídico”.[6]

Y a los penalistas, en particular, ¿qué nos corresponde? A los penalistas nos corresponde abandonar el tecnicismo aséptico propio del legalismo que ignora la realidad social. Como dijera críticamente Anatole France, no caer en el cinismo de su conocida frase: “La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”. Con ello, nos incumbe incluir en nuestras reflexiones sobre el poder punitivo del Estado el problema de la desigualdad, de la marginalidad. Y así, impedir que el Derecho penal continúe desempeñando el papel de ultima ratio de la insolidaridad y de la exclusión. Como decían hace ochenta años pensadores por cierto en nada próximos al marxismo: “¡Oh!, vosotros que hacéis las leyes y que juzgáis a los hombres, respondedme y decidme: Antes que éstos hubiesen caído en el delito, ¿qué habíais hecho por ellos? ¿Habíais educado tal vez su infancia? ¿Habíais aconsejado acaso su juventud? ¿Habíais aliviado su miseria? ¿les habíais dirigido mediante el trabajo? ¿les habíais inculcado deberes ciudadanos? ¿les habíais enseñado el contenido de las leyes? Vosotros, que os llamáis antorchas de la civilización, ¿Habíais iluminado alguna vez a aquellos que caminaban en las tinieblas de la ignorancia? Y si no habéis hecho nada de esto, que era vuestro deber, ¿cómo no vais a tener culpa en los delitos por ellos cometidos? Por tanto ¿quién os da el derecho de castigarlos?”.[7]

[1] Honneth, La sociedad del desprecio (ed. y trad. Hernández/Herzog), 2011, Trotta, Madrid, p. 176.

[2] Honneht, La sociedad del desprecio, 2011, p. 70. Aquí se refiere HONNETH a una distribución desigual de “p

osibilidades sociales de reconocimiento” o “distribución desigual de dignidad social” (p. 71).

[3] Sequeri, Contra los ídolos posmodernos (trad. Pons Irazazábal), 2014, Herder, Barcelona, p. 34 y ss.; sobre la necesidad de rehabilitar la soberanía de la política humanística, emancipándola de su dependencia con respecto a la soberanía económica.

[4] Sequeri, Contra los ídolos posmodernos, 2014, pp. 17 y ss.

[5] Salvo en la familia, que sigue siendo el único lugar del reconocimiento mutuo incondicional: Sequeri, Contra los ídolos posmodernos, 2014, p. 21. De ahí la importancia de su fomento.

[6] Honneth, La lucha por el reconocimiento (trad. Ballestero), 1997, Crítica, Barcelona, p. 144.

[7] L. Settembrini, Ricordanze della mia vita, vol. II, 1934, Principato, Milán, p. 41, citado por Del Vecchio, Sobre el fundamento de la justicia penal (trad. Galán y Gutiérrez), 1947, Reus, Madrid, pp. 20-21, nota 28, aludiendo a consideraciones iguales, casi con las mismas palabras, en TOLSTOI, en la novela Resurrección y en otros escritos suyos.

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