1.14
Editorial

Sobre verdades y mentiras

Universitat Pompeu Fabra

Como es sabido, uno de los últimos trabajos de Kant –un opúsculo en realidad- lleva el siguiente título: “Über ein vermeintes Recht aus Menschenliebe zu lügen” (1797).[1] En él se empieza por recoger la insinuación de Benjamín Constant según la cual “un filósofo alemán” habría pretendido que “ante asesinos que os preguntasen si vuestro amigo a quien persiguen se ha refugiado en vuestra casa, la mentira sería un delito”. Kant, que reconoce haber dicho eso en algún lugar, sin recordar dónde, dedica el texto a ratificar tal criterio de la veracidad como deber incondicionado: “todo hombre tiene, no sólo un derecho, sino también el más estricto deber de la veracidad en las declaraciones que no puede eludir, aunque puedan perjudicarle a él mismo o a otros”.[2] No es preciso, seguramente, insistir en que esa manifestación del rigorismo kantiano ha dado lugar a todo tipo de reacciones, entre críticas e irónicas. Sea como fuere, no es esta afirmación del deber incondicionado de decir verdad ante una pregunta que no se puede eludir lo que quiero comentar ahora. Se trata, en cambio, del alcance de una afirmación menos radical que, sin embargo, también se contiene en el hilo de la argumentación kantiana: el derecho a decir siempre la verdad. “…si te has atenido estrictamente a la verdad, la justicia pública no puede hacerte nada, sea cual fuere la imprevista[3] consecuencia de ello”.[4]

Es cierto que el deber incondicionado de decir verdad en cualesquiera situaciones ha sido sometido a numerosas críticas. En cambio, no parece haberse cuestionado el derecho a decir la verdad en todo caso. Lo discutido ha sido precisamente lo contrario: la existencia de un derecho a mentir. La existencia de un supuesto derecho a mentir colisionaría, en efecto, con deberes de veracidad que sí se establecen en determinados contextos —por ejemplo, en el tráfico jurídico-económico— y cuya vulneración se sanciona en delitos como la estafa.

Pues bien, está claro que, en principio, no hay derecho a mentir ni permiso para hacerlo. En algunos países se sanciona penalmente incluso la mera mentira (verbal) que no causa daño alguno de naturaleza patrimonial ni reputacional (a diferencia de lo que sucede en los casos de estafa y de difamación). Ello parece deberse al entendimiento de que las mentiras en general no proporcionan beneficio social alguno, excepto en los casos de las denominadas “white lies” (mentiras piadosas) que pueden hacer las relaciones sociales más fáciles. Pero también es verdad que las leyes que sancionan penalmente la mera mentira son excepcionales.[5] En todo caso, en tales leyes se tiene por mentira una declaración de hecho falsa, cuyo emisor conoce que es falsa y que se realiza con la intención de que los receptores la tengan por verdadera, al menos durante un tiempo.

La existencia de un derecho a mentir se discute incluso en el caso del imputado o acusado de un delito. En este caso, es obvio constatar la existencia de un derecho a no declarar contra uno mismo, consagrado en la propia Constitución (art. 24.2 CE). Asimismo, conviene reiterar que dicho derecho puede conllevar un derecho a guardar silencio. En cambio, el reconocimiento de un derecho a mentir resulta mucho menos pacífico; de hecho, en muchos países el acusado no tiene ni derecho a mentir ni permiso para hacerlo. En realidad, la integración de tal derecho a mentir como integrante del derecho a no declarar contra uno mismo sólo sería posible en contextos en que no sólo una declaración veraz, sino también el mismo silencio tendrían un significado autoincriminatorio.

La mentira, pues, no es sólo moralmente ilícita sino también jurídicamente desvalorada. Ello determina que pueda incluso tener consecuencias jurídico-penales indirectas. Pero resulta punible sólo de modo excepcional. En concreto, en contextos institucionales en los que existe la obligación específica de decir la verdad (en España, por ejemplo, obligaciones de testigos y de peritos en el ámbito de su colaboración con la Administración de Justicia), lo que en la mayoría de los casos se refiere a manifestaciones documentadas, esto es, escritas (falsedades de funcionarios públicos, administradores sociales, personas que se hallan sometidas a procedimientos concursales, etc.). Y desde luego en contextos en los que sea imputable a la mentira la producción de un daño patrimonial a un tercero.

Si el derecho a mentir está bastante cuestionado, lo cierto es que también el derecho a decir la verdad halla algunos límites, aunque en principio se diría que bastantes menos. El límite fundamental viene representado por la intimidad de terceros y el deber de respetarla, así como por otros deberes institucionales de guardar secreto. Así, un sujeto no tiene derecho a decir la verdad sobre una determinada realidad —ni siquiera permiso para hacerlo— cuando sobre él recae precisamente un deber específico de guardar secreto. Ahora bien, fuera de los contextos en los que la manifestación de la verdad cuenta con límites explícitos, se podría afirmar, de entrada, que existe un derecho general a decir la verdad (o, de forma menos radical, que se da al menos un permiso para decirla). El problema radica, sin embargo, en los efectos que la manifestación de una verdad puede tener en las conciencias ajenas. O, dicho de otro modo, en las decisiones que cualesquiera terceros puedan tomar como consecuencia de la verdad proclamada por el sujeto. A esta cuestión podría aludirse mediante la expresión genérica: “verdad y motivación” o “verdad y causalidad psíquica”. Aunque, en realidad, esta última expresión es incorrecta, porque lo es una de sus partes integrantes: no hay causalidad psíquica sino, en su caso, influencia sobre el proceso de motivación de ciertas decisiones libres. Pero lo importante es la cuestión que surge de este planteamiento: ¿tiene sentido hacer responsable, a quien no ha hecho más que responder la verdad, de las decisiones tomadas por quién le preguntó a partir de tomar conocimiento de dicha verdad? En realidad, éste es el caso del ejemplo del asesino, citado por Kant: ¿cabe hacer responsable a quien contesta de modo afirmativo y veraz a la pregunta del asesino acerca de si la persona que busca se halla dentro de la casa por la siguiente decisión del asesino: a saber, entrar en la casa y, si encuentra a dicha persona, matarla?

Primera opción de respuesta: sí. ¿Existe, pues, un deber de mentir?

Segunda opción: no. ¿Entonces, la verdad de una respuesta la convierte en una conducta neutra, pase lo que pase?

[1] «Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía» (trad. Juan Miguel Palacios), accesible en español en Kant, Teoría y práctica, 2ª ed., Madrid 1993, pp. 61 y ss.

[2] Ibidem, p. 65.

[3] Negrita añadida. El recurso al adjetivo “imprevista” es sustancial, pues parece alejar a Kant del deontologicismo para asumir postulados consecuencialistas. Expresado de otro modo, si hay consecuencias negativas previstas, entonces no está tan claro que exista el deber de veracidad (ni siquiera el derecho a decir la verdad). Naturalmente, queda todavía al margen la cuestión de las consecuencias previsibles, aun cuando no previstas en sentido estricto.

[4] Mientras que “el que miente, por bondadosa que pueda ser su intención en ello, ha de responder y pagar incluso ante un tribunal civil por las consecuencias de esto, por imprevistas que puedan ser” (Ibidem, pp. 63 y 64).

[5] En Estados Unidos se ha discutido su compatibilidad con la Primera Enmienda de la Constitución. Describe el problema, sosteniendo la compatibilidad de tales leyes con la Constitución americana, Tushnet, «“Telling Me Lies”: The Constitutionality of Regulating False Statements of Fact», Harvard Law School, Public Law & Legal Theory Working Paper Series, Paper No. 11-02, pp. 2, 10, 24-25. Disponible en http://ssrn.com/abstract=1737930.

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