The Death of Contract (Grant Gilmore, 1974)
A propósito de alguna jurisprudencia reciente
En el mes de abril de 1970, Grant GILMORE (1910-1982), entonces profesor en Yale Law School, impartió un curso de derecho de contratos a los estudiantes de Ohio State University School of Law (ahora Moritz College of Law) en Columbus (Ohio, USA). Experto en derecho privado y reputado profesor, GILMORE había formado parte del grupo de juristas que, en el año 1952 y por encargo de la Uniform Law Commission y del American Law Institute, había redactado la primera versión del Uniform Commercial Code (UCC), aplicado, desde entonces, por todas las jurisdicciones de los Estados Unidos de América.
Años después de impartir el curso a los estudiantes de Ohio, en 1974, GILMORE decidió ordenar las notas y apuntes que había empleado como guiones para sus clases y publicó un opúsculo al que, provocativamente, tituló The Death of Contract[1]. El ensayo, que es lectura obligada en la mayor parte de facultades de derecho de los Estados Unidos de América, critica la concepción del derecho de contratos de sus contemporáneos, a quienes culpa de la perversa influencia de sus doctrinas en los tribunales de aquel país. GILMORE era contrario a cualquier forma de idealismo, al menos en derecho privado, y a las construcciones formalistas de un derecho de contratos, categorizado en exceso, que había escondido la voluntad real de los contratantes tras rúbricas académicas.
El libro es contundente y está escrito con el lenguaje claro y preciso del convencido de la fuerza de las palabras. GILMORE tenía un doctorado en lenguas romances y había sido profesor de francés antes de serlo de derecho.
Las tesis de GILMORE son polémicas. También lo son sus pronósticos. En especial, uno en relación con la deriva subjetivista de la doctrina y la jurisprudencia que valoraba el impacto de la alteración sobrevenida de circunstancias no previstas por las partes en el momento de conclusión del contrato:
“[T]raditionally, the problem of excuse by reason of change of circumstances had been discussed in terms of impossibility. (…) Shortly after the turn of the century the word frustration began to come in as a substitute for the word impossibility. As a term of art, frustration never acquired much precision or clarity of meaning; most of the time it was used as a sort of loose synonym for what had earlier been called impossibility. And yet, from the beginning, there was a general understanding that the old theory of absolute –or almost absolute– liability was in process of dissolution. (…) But if parties who pay are to be discharged for something less than objective impossibility, then, it would seem to follow, parties who do should equally be discharged for something less. And so they were. In time the liberalization of excuse under frustration theory reflected itself in a corresponding liberalization of excuse by mistake. Mistake and frustration, it was pointed out, are merely two different ways of talking about the same thing –that is, the real world has in some way failed to correspond with the imaginary world hypothesized by the parties to the contract”[2]
La tendencia supone que las faltas de previsión de una de las partes, sus errores de apreciación sobre el curso futuro de los acontecimientos, puedan justificar el incumplimiento o el ajuste posterior de sus obligaciones contractuales. Así, afirmaba GILMORE, se sitúa el derecho de contratos en un punto muy cercano al derecho de daños, pues se traslada a una de las partes del contrato el deber de garantizar la indemnidad de la otra:
“[W]e are fast approaching the point where, to prevent unjust enrichment, any benefit received by a defendant must be paid for unless it was clearly meant as a gift; where any detriment reasonably incurred by a plaintiff in reliance on a defendant’s assurances must be recompensed. When that point is reached, there is really no longer any viable distinction between liability in contract and liability in tort. We may take the fact that damages in contract have become indistinguishable from damages in tort as obscurely reflecting an instinctive, almost unconscious realization that the two fields, which had been artificially set apart, are gradually merging and becoming one”[3].
Certero o no, el presagio de GILMORE parece haber sido confirmado por alguna decisión reciente de la Sala Primera de nuestro Tribunal Supremo. Entre otras, la más reciente, y a acaso la más destacable, es la STS 591/2014, de 15 de octubre de 2014 (Roj: STS 5090/2014). La Sala, en contra del parecer de las instancias, estima en parte el recurso de la arrendataria de un hotel, una conocida cadena hotelera internacional, que demandaba la reducción del precio del arrendamiento acordado con la promotora y constructora de un hotel para acomodarlo a los reducidos márgenes de beneficio que permite la situación económica actual. En el punto séptimo del Fundamento de derecho tercero de la sentencia referida, la Sala afirmó que:
“[E]n esta dirección lo que se observa en el presente caso es que, con independencia de las expectativas de explotación del negocio, de claro riesgo asignado para la parte arrendataria, el contexto económico del momento de la celebración y en ejecución del contrato (periodo del 1999 a 2004), de inusitado crecimiento y expansión de la demanda acompañado, además, de una relevante promoción urbanística de la zona de ubicación de los hoteles, formó parte de la base económica del negocio que informó la configuración del contrato de arrendamiento suscrito por las partes en febrero de 1999. Desde esta perspectiva, y conforme a las prácticas negociales del sector en dicho contexto, no parece que pese a tratarse la parte arrendataria de una empresa relevante en el sector y, por tanto, conocedora del riesgo empresarial que entraña la explotación del negocio de hostelería, se le puede imputar, exclusivamente, la falta de previsión acerca de la crisis económica; de forma que por las circunstancias de su irrupción, de su especial impacto y trascendencia, su asignación como riesgo no puede caer sólo en la esfera de control de la parte en desventaja, ni tampoco cabe establecer que razonablemente se hubiera debido tener en cuenta en la distribución natural de los riesgos derivados del contrato celebrado. (…) De ahí, que la nota de imprevisibilidad no debe apreciarse respecto de una abstracta posibilidad de producción de la alteración o circunstancia determinante del cambio considerada en sí mismo, esto es, que la crisis económica es una circunstancia cíclica que hay que prever siempre, con independencia de las peculiares características y alcance de la misma en el contexto económico y negocial en el que incide; todo ello conforme, también, con la aplicación ya normalizada de esta figura que presentan los principales textos de armonización y actualización en materia de Derecho contractual europeo, la razonabilidad de su previsión en el momento de la celebración del contrato, y la aplicación de su alcance modificativo conforme al principio de conservación de los actos y negocios jurídicos”.
No es este el lugar adecuado para comentar la sentencia ni para valorar su acierto. Sí que procede, sin embargo, advertir sobre el cambio de concepción del contrato y de su obligatoriedad por parte de nuestros tribunales, al menos por parte de la casación civil. La nueva tendencia jurisprudencial abre la puerta a reclamaciones de reajuste de contratos de larga duración en las que la parte perjudicada por circunstancias adversas podrá exigir el reequilibrio de las prestaciones hasta el punto en que el contrato le resulte provechoso. Si el contrato ya no limita el perímetro de los riesgos asumidos por las partes, éstas pueden traer al contrato cualquier contingencia que altere o modifique las razones por las que decidieron contratar.
El escenario tiene consecuencias previsibles en la litigiosidad contractual y, sobre todo, en la negociación –y renegociación– de los contratos. Decisiones judiciales como la referida modifican el mínimo común a todo contrato que es, de hecho, doble: su cumplimiento en los términos pactados o la indemnización de los daños causados por el incumplimiento. Una regla tal, inherente a la lógica propia del contrato, fuerza a las partes a prever las circunstancias que pueden afectar a su desempeño contractual o a las expectativas asociadas al cumplimiento de la otra parte. Y obliga a la parte menos previsora, o a la que evitó la negociación de los efectos asociados a escenarios adversos, a asumir las consecuencias de su ligereza o de su estrategia.
Como el propio GILMORE anunció, incorporar excepciones a la regla de cumplimiento de los contratos supone ampliar injustificadamente el ámbito de aplicación de los remedios contractuales[4].Y eso es lo que hacen las decisiones judiciales que, como la señalada, permiten excusar del cumplimiento a la parte a la que le resulta más gravoso. Lo hacen, sin embargo, a costa de la otra parte del contrato y de sus legítimas expectativas de negocio.
Carlos Gómez Ligüerre
[1] Grant GILMORE, The Death of Contract, The Ohio State University Press, Columbus, 1974. Existe una segunda edición, del año 1995, prologada y editada por Ronald K. L. COLLINS a la que se referirán las citas al texto de GILMORE que se hagan en estas páginas.
[2] Grant GILMORE, The Death of Contract, 2nd edition, edited by Ronald K. L. COLLINS, The Ohio University Press, Columbus, 1995, pp. 88-90.
[3] GILMORE, op. cit., p. 96
[4] GILMORE, op. cit., p. 97: “As theories of excuse have broadened, so, in parallel development, have remedies for breach”.