4.18
Editorial

Y todos estos pleitos, ¿para qué?

Universitat Pompeu Fabra

Ya se ha señalado en otras ocasiones en InDret (en Justicia y crisis económica, de Fernando Gómez Pomar, Nuno Garoupa y Maribel Saez Lacave; en Males de la justicia en España: analizando los datos, de Fernando Gómez Pomar y Juan Mora-Sanguinetti) que España y su sistema jurídico están aquejados de un grave problema de litigiosidad excesiva, por comparación con los países de nuestro entorno y aquellos a los que nos gustaría parecernos más en cuanto a su funcionamiento institucional y sus niveles de desarrollo económico.

Según los datos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) (La justicia dato a dato- Año 2017) en los órganos civiles (lo que incluye los juzgados de lo mercantil) ingresaron 2.040.018 nuevos asuntos en 2017. Esta cifra supone una tasa de entrada anual por cada 100 habitantes de 4,38, dos puntos (y casi el doble) por encima de la mediana de los países del Consejo de Europa, según la información de la CEPEJ[1]. En los últimos 10 años, desde que comenzó la crisis económica y financiera, la entrada de nuevos asuntos se ha incrementado en un 40% (y eso que los primeros años de superación de la crisis vieron una disminución en las cifras de nuevos litigios civiles y mercantiles).

Dentro de nuestro problema general de litigiosidad[2], una parte relevante del mismo en estos momentos corresponde a los pleitos sobre cláusulas abusivas en materia de préstamos hipotecarios[3]. Desde el 1 de junio de 2017, en que se pusieron en marcha los órganos especializados en materia hipotecaria, hasta el final del primer trimestre de 2018 (10 meses), habían ingresado 208.651 asuntos en esos juzgados. Y no se ha acabado. Como señala el propio CGPJ en su comunicado de prensa en relación con los datos de funcionamiento de la justicia en el 2º trimestre de 2018, la jurisdicción civil ha sufrido un importante incremento en el número de asuntos ingresados respecto del mismo trimestre de 2017. Los 593.081 asuntos civiles nuevos suponen un 15,2% ciento más que los ingresados en el año precedente. De ese incremento, la subida en asuntos en materia hipotecaria (49.455) representa 10 puntos. Sin ellos, el incremento de ingreso de asuntos en la jurisdicción civil habría sido del  5,6%. No irrelevante, pero sensiblemente inferior. A la vista de estos datos, casi asusta pensar en las consecuencias en términos de litigación civil que pueden seguirse de la Sentencia de la Sala 3ª del Tribunal Supremo sobre el sujeto pasivo en el AJD en los préstamos hipotecarios[4]. La litigación masiva no solo es preocupante por sus costes directos, a los que nos referiremos más abajo, sino por su impacto negativo en la calidad de la justicia: anegados los tribunales por los pleitos, la respuesta judicial no solo se retrasa, acaso gravemente[5],sino que se resiente necesariamente la atención y el análisis precisos para la debida consideración del asunto controvertido.

Que la litigación es costosa no es una sorpresa para nadie. Consume tiempo y recursos de los litigantes y de sus asesores y absorbe tiempo y recursos de la administración de justicia que pagamos los ciudadanos con nuestros impuestos. Pero esto no quiere decir, naturalmente, que no sea deseable. Esos costes pueden estar bien empleados si los resultados de la litigación producen ventajas o beneficios a la sociedad que superen a aquellos. Sin embargo, como advierte la literatura económica en la materia[6], típicamente hay una discrepancia fundamental entre los retornos privados y los retornos sociales de litigar y cabe esperar que los litigantes no internalicen los costes y los beneficios sociales de su litigio.

Por el lado de los costes, un litigante ignora -salvo en la parte de la condena en costas, si pierde el caso- que el litigio supone costes de defensa para la otra parte. Y también quedan fuera de su cálculo los importantes costes (de recursos, de congestión, de deterioro en la calidad) para el sistema judicial. Por el lado de los beneficios, por su parte, el litigante no internaliza el efecto que su demanda puede tener en disuadir comportamientos ilegales e indeseables: el consumidor que demanda a su banco por una cláusula abusiva en su contrato no hace suyo el efecto positivo que una condena a la empresa puede tener sobre los incentivos de esa y del resto de las empresas del sector a dejar de emplear cláusulas que perjudican la situación de los consumidores. Es decir, la demanda puede tener un efecto social preventivo que el demandante no tiene en cuenta a la hora de decidir si demanda o no.

Al haber costes y beneficios externos no internalizados podemos tener, en relación con los niveles que desearíamos idealmente, tanto un exceso como un déficit en la tasa de litigios. No solo en eso, pues la discrepancia entre incentivos privados e incentivos sociales se extiende a la intensidad del litigio, es decir a la decisión de cuánto gastar en el pleito y a la de perseverar en el mismo o aceptar un acuerdo extrajudicial con el contrario.

Los costes ya los hemos mencionado. De hecho, no son difíciles de cuantificar. ¿Y los beneficios de esa masiva litigación? ¿Van a tener los consumidores de mañana mejores -en términos de su bienestar económico efectivo- contratos de préstamo hipotecario por causa de esta litigación? ¿Quedarán los consumidores que pleitean en mejor posición que la que hubieran disfrutado si su préstamo no hubiera tenido la cláusula que ahora se pretende declarar nula? Si la respuesta a estas preguntas fuera afirmativa, acaso estén bien invertidos los recursos que, como sociedad, le estamos dedicando, aunque sin duda hubiéramos podido obtener los beneficios de modo más barato agregando litigios en demandas colectivas que, analizando en profundidad el fondo del asunto, a la vez redujeran drásticamente el coste total y el coste per capita de esa litigación.

Pensemos en dos ejemplos concretos: la litigación sobre comisión de apertura y la relativa a cláusulas de gastos (impuestos, honorarios notariales y registrales, gastos de gestoría) ambas sobre créditos hipotecarios[7].

El punto de partida para entender estos casos está en la entraña económica de los contratos por los que se ofrecen y adquieren bienes y servicios, incluidos los de financiación para comprar una vivienda.

Todos los contratos, también los de crédito, incluyen cláusulas que se refieren a elementos de los costes fijos y variables de la operación. A su vez, estos costes pueden ser endógenos al contrato y los contratantes, esto es, dependientes de la decisión o acción de las partes, o de una de ellas. Pero también pueden ser exógenos, esto es,  determinados por un tercero – como, por ejemplo, la Administración, que fija los impuestos u otros gastos -de documentación o registro- precisos para la eficacia jurídica del contrato o de algunos de sus elementos.

En el caso de la comisión de apertura en un cierto contrato de préstamo hipotecario, estamos ante una cláusula que se refiere[8] a un coste variable asociado con ese contrato -los costes de evaluar solvencia y capacidad de repago del solicitante de crédito y tramitar y preparar su solicitud- y a un coste endógeno, pues la mayor o menor intensidad y eficiencia en esas tareas determinará un mayor o menor importe del coste. En el caso de los gastos de la hipoteca, la cláusula se refiere a un coste variable -los impuestos y gastos no se devengan si no se celebra ese contrato de préstamo hipotecario- y a un coste exógeno, pues el importe de esos costes -cuánto es el AJD, a cuánto ascienden los honorarios notariales y registrales- no lo fija ninguna de las partes, sino la normativa pública que, de forma inevitable para las partes, resulta aplicable[9].

El precio o retribución total que satisface el consumidor y recibe la empresa -banco o no banco- ha de cubrir el total de los costes variable, endógenos y exógenos, que haya de afrontar -en la realidad- la empresa. En caso contrario, la empresa dejará de ofrecer ese contrato, pues lo que recibe no cubre los costes variables del contrato y en ese caso prefiere, racionalmente, no contratar. No por elemental es menos cierto: si quien ofrece o proyecta ofrecer bienes o servicios, del tipo que sea, no espera recibir de los adquirentes una suma total que cubra los costes de hacerlo, cesará en su actividad -en general o para esos intercambios económicos en que no espera recuperar el coste variable- y los contratos no tendrán lugar. Nadie ofrece un bien o servicio para perder dinero.

Ese “precio total” o “sacrificio económico total” a cargo del consumidor comprensivo de todos (insistimos: todos, de lo contrario no habrá contrato pues nadie lo ofrecería) se puede estructurar y presentar en el contrato de distintas maneras: (i) como directa repercusión o traslación al adquirente del bien o servicio de uno de esos elementos de coste, endógeno o exógeno. En este caso, lo que sería, en ausencia de esta repercusión, un coste por el que la empresa cobraría un precio “en sentido estricto”, pasa directamente a ser un coste que absorbe el consumidor y que, por tanto, no se integrará como elemento que debe compensarse a través del precio “en sentido estricto”. Esta es la forma en la que tradicionalmente se presentaba en España la cláusula sobre gastos, como asunción por parte del prestatario de esos costes variables y exógenos que son los tributos y gastos de la operación[10]; (ii) como una “comisión” o precio “ad hoc”, que se abona por el consumidor en el momento de la celebración del contrato a título de retribución inmediata correspondiente a uno de esos costes variables. Esta es la vestidura bajo la que se presenta la cobertura de los costes relativos al estudio y preparación del préstamo en forma de “comisión de apertura”, expresada en términos de un porcentaje sobre el nominal del préstamo y pagadera a la celebración del contrato; (iii) como un precio (o “interés”, en el caso de los contratos de crédito), que se paga por el consumidor, en el caso de contratos de largo plazo, de forma diferida en el tiempo, normalmente a lo largo de toda la vida del contrato. Además, esta porción diferida del “precio total” puede ser variable, y no fija, como sucede con los préstamos a interés variable, aún mayoritarios en la práctica hipotecaria española.

Desde el punto de vista del bienestar del consumidor, lo relevante es, en valor neto presente, la suma de los importes (i), (ii) y (iii) y no el cómo se divide el total entre los tres conceptos, si bien, evidentemente, en el caso de un contrato de crédito, por su propia naturaleza, la parte del león del sacrificio a su cargo ha de concentrarse en (iii), pues se trata de un contrato de anticipo de numerario. Desde el punto de vista de la empresa, la suma de (i), (ii) y (iii) debe ser suficiente para cubrir[11] el total de los costes variables, endógenos y exógenos, en que haya incurrido. De no ser así, simplemente no ofrece el contrato pues estaría en mejor situación absteniéndose de contratar.

¿Es mejor para el consumidor que el sacrificio total a su cargo se exprese únicamente a través de la vía (iii), o que se distribuya en (i), (ii) y (iii), o en (i) y (iii) o en (ii) y (iii)? La respuesta es que para el consumidor es indiferente la distribución, solo la suma total importa. Y como la empresa, si a partir de un cierto momento solo pudiera, por ejemplo, recibir su retribución por la vía (iii), elevará el importe de (iii) para incluir lo que antes percibía por la vía (i) y (ii), el consumidor no está mejor con una alternativa que con otra. La teoría económica demuestra que es irrelevante para el bienestar de ambas partes contratantes cómo se distribuya entre i) ii) y iii) la “remuneración total”, si bien el grado en que un aumento de costes endógenos -exámenes de solvencia más estrictos, por ejemplo- o exógenos -un aumento del importe de los impuestos u otros gastos- afecta al bienestar de cada contratante depende de las elasticidades de oferta y demanda y, por ello, de la competencia en el mercado de que se trate.

Desde luego, podríamos pensar que alguna de las formas de expresar el sacrificio económico total a cargo del consumidor por el contrato puede ser más fácil de apreciar o de valorar correctamente que otras. Efectivamente, si el consumidor, pongamos por caso, va a ignorar sistemáticamente el importe expresado por la vía (i), esto puede distorsionar su decisión de contratar. Por ejemplo, puede inclinarse por la oferta del Banco X, que “parece” -pues el consumidor está ignorando el importe (i)- más atractiva que otra, pero no lo es en realidad, pues la suma total (i), (ii) y (iii) del Banco X es superior a la del Banco Y, que se compone solo de (ii) y (iii).

No hay razones generales para entender que las cláusulas de repercusión de gastos, o las de comisión de apertura a pagar a la celebración, son más difíciles de advertir, comprender y asimilar por parte de los consumidores. Al contrario, cuanto más inmediato y directo es un pago a cargo del consumidor, más claramente lo percibe este, y cuanto más “diferido” en el tiempo, y más “contingente” es, más errores y sesgos cognitivos aquejan normalmente al proceso de decisión del consumidor[12]. De hecho, esto explica por qué en materia de contratos de crédito, el Derecho europeo (y, por tanto, el español), exija la constancia e información destacada acerca de la TAE del crédito, con el fin de homogeneizar la expresión del coste global de un crédito de una forma estandarizada y con una referencia temporal única que permite obviar las diferencias que resultan de los distintos diferimientos en el tiempo que pueden presentarse en las alternativas de que dispone el consumidor.

En materia de transparencia y mejora de la “calidad” de la decisión del consumidor no parece haber (o, al menos, no se han puesto de manifiesto en la literatura económica, psicológica y jurídica, que sepamos) ventajas sistemáticas de concentrar el “precio total” en el interés periódico extendido durante 20 o 30 años desde el momento de la decisión de contratar un determinado préstamo hipotecario[13].

Sin entender la sustancia económica de la cuestión será muy difícil abordar con solvencia la solución jurídica para el asunto, singularmente la interpretación y aplicación del art. 89.3 del Texto Refundido de la Ley de Consumidores[14] (TRLGDCU) que, en materia de gastos, ofreció la base normativa fundamental para que la Sala 1ª del Tribunal Supremo considerara abusivas las cláusulas de repercusión general e indiscriminada de gastos y tributos al prestatario (STS, 1ª, 705/ 2015, de 23.12.2015, reiterada en su doctrina general, aunque muy matizada en su repercusión práctica por lo que toca al grueso del importe de tales gastos e impuestos, el AJD, por las SSTS, 1ª, 147/2018 y 148/2018, ambas de 15.3.2018)[15]. La previsión legal del art. 89.3 TRLGDCU, para que no resulte vacua o, peor aún, inconveniente,  desde el punto de vista de la sustancia económica de lo que exige la protección del consumidor en estos casos, ni extravagante en relación con la normativa europea y comparada -que no conoce normas remotamente parecidas- debe apreciarse de forma ajustada y estricta -en cuyo caso puede tener sentido-, pero no expansiva ni, aún menos, analógica o creativa. Desafortunadamente, fue esa segunda vía la elegida por el Tribunal Supremo, ignorando así las -nulas- ganancias para el bienestar de los consumidores hipotecarios y los -muy negativos- efectos para el bienestar social en España que esa posición traería aparejada.

En todo caso, lo decisivo desde el punto de vista de cuál es la mejor manera de proceder -y de encontrar o no una justificación a esa litigación- para el bienestar de la sociedad española es lo siguiente: en caso de eliminarse de los contratos las cláusulas de repercusión de gastos de la hipoteca y de comisión de apertura, ¿el bienestar de los consumidores que las contrataron en el pasado hubiera sido mayor? Con muy elevada probabilidad, la respuesta es negativa, pues el “precio total” del crédito para el consumidor hubiera sido el mismo -lo que iba vía (i) y (ii) simplemente habría pasado a la vía (iii)-. Su bienestar no habría sido distinto y más alto. Simplemente, al no poderse repercutir gastos y tributos del contrato sobre el prestatario y al no poder incluir una comisión de apertura, en lugar de una estructura “triple” de presentación del total de la remuneración en favor del banco, el mismo importe total, en valor esperado, se habría colocado a cargo del consumidor, pero concentrado en el flujo de pagos del interés remuneratorio a lo largo de la duración del contrato.

¿Estarán mejor los futuros contratantes de crédito hipotecario? De nuevo, la respuesta  no puede ser positiva: los costes variables, endógenos y exógenos, ligados al otorgamiento de crédito hipotecario han de compensarse al oferente para que este se muestre dispuesto a contratar, y si ciertas formas de expresión y presentación se cierran por decisión legal o jurisprudencial, se canalizarán, y por idéntico importe total -si no cambian las condiciones del mercado de crédito- por las vías de retribución que siguen abiertas. El bienestar de los consumidores no habrá mejorado lo más mínimo.

En definitiva, es tiempo ya de preguntarse si no hubiera sido más productivo para los consumidores españoles haber concentrado los recursos y las energías intelectuales en  aquellos aspectos -y son muchos- de la contratación de consumo en los que un tratamiento jurídico y regulatorio más afinado puede redundar, de verdad, en su beneficio. Es tiempo ya de que los tribunales y la doctrina española analicen si, más allá de la retórica, del formalismo interpretativo extremo, del afán de buscar culpables a quienes colgar ciertas facturas -reales- de la crisis, podemos buscar soluciones a las (innegables, por otra parte), deficiencias en la contratación financiera e hipotecaria en España. Es el momento, parafraseando a García Goyena cuando argumentaba contra la conservación de la rescisión por lesión en lo que creía -erróneamente- iba a ser el primer Código civil español, de reflexionar si no será bueno cegar este manantial perenne de pleitos inanes.

En España, el estallido de la burbuja inmobiliaria y crediticia puso al descubierto muchas de las deficiencias de nuestro sistema financiero y de sus instituciones de supervisión y regulación, frente a las cuales se había preferido cerrar los ojos. Esto es algo bien documentado por la literatura que se ha ocupado en profundidad de la cuestión[16].

Pero la forma en que hemos abordado las consecuencias de la crisis en relación con la contratación financiera han expuesto también las miserias de nuestro Derecho privado patrimonial y nuestro sistema de justicia civil: la ineptitud de las reglas de nuestro procedimiento civil para agregar demandas individuales de forma razonable y efectiva en procedimientos colectivos que obtengan el mismo resultado, preventivo y compensatorio, pero con un ingente ahorro de costes en relación con la litigación dispersa; la falta de adecuada preparación financiera y económica en unos órganos judiciales que han de decidir sobre una materia en la que la aplicación de normas imprecisas y abiertas no puede ser mecánica e irreflexiva y prescindir de la realidad de los hechos (que son financieros y económicos) y de los verdaderos efectos sobre el bienestar económico de aquellos a quienes las normas pretenden proteger.

Lo cierto es que ningún país de nuestro entorno, por grave que fuera su crisis financiera y económica, ha vivido un fracaso de su Derecho privado y de su justicia civil remotamente comparable al español. Es motivo para una seria reflexión si aspiramos a no descender a la segunda división en la liga de países y sistemas jurídicos. En este caso, con toda claridad, no hemos dado la talla.

 

Fernando Gómez Pomar

Juan-José Ganuza

Mireia Artigot


[1] Council of Europe European Commission for the Efficiency of Justice (CEPEJ).

[2] Detrás del cual muchos factores, sin duda, no son ajenos o exógenos al sistema de justicia o al sistema jurídico en su conjunto. Los estudios en la materia tienden a asociar alta litigación con obsolescencia y baja calidad técnica de las normas sustantivas, con lentitud y falta de transparencia en la implementación de las normas, con bajos niveles de integridad o profesionalidad de las administraciones públicas. Del lado de la abogacía, también parecen desempeñar un papel el número de abogados, los bajos costes de litigar o las modalidades de retribución de los abogados.

[3] Y eso que se instauró (Real Decreto-ley 1/2017, de 20 de enero, de medidas urgentes de protección de consumidores en materia de cláusulas suelo, B.O.E., núm 18, de 21.1.2017) un esquema de reclamación previa y resolución extrajudicial, en el cual hasta comienzos de este año se habían presentado más de 1 millón de solicitudes, de las cuales el 43,72 habían sido estimadas, y el 20% desestimadas (el resto no fueron admitidas a trámite o estaban aún en estudio).  El RD-L 1/2017 intentó ofrecer desincentivos a la litigación (art. 4 en materia de costas procesales), pero no se atrevió a llegar a la solución de la conocida Rule 68 de las Federal Rules of Civil Procedure.

[4] STS, 3ª, 1505/2018, de 16.10.2018.

[5] No es solo una posibilidad teórica, pues el juzgado especializado en materia hipotecaria de Barcelona ha dejado de señalar juicios ante la sobrecarga: https://www.lavanguardia.com/vida/20180928/452064478187/el-juzgado-de-las-clausulas-suelo-deja-de-senalar-juicios-por-colapso.html

[6] Steven Shavell, “The Fundamental Divergence between the Private and the Social Motive to Use the Legal System”, 26 Journal of Legal Studies (1997), p. 575.

[7] En puridad, también podrían plantearse, al menos en parte, en relación con otros créditos, como los personales. Su menor importe en estos casos explica que en su mayoría estén por debajo de la cifra en que es individualmente racional acudir a un litigio para recuperar una cierta cantidad.

[8] Cuanto menos en su concepto, pues el importe concreto es algo que, naturalmente, puede variar, y cuyo nivel de correspondencia coste efectivo-importe de la comisión requiere de un estudio sobre datos reales, no uno en la abstracción del mundo de las normas.

[9] La afirmación es algo menos nítida en relación con los gastos de gestoría, pues las partes, por algunas vías a su alcance -negociación, volumen, elección- pueden afectar en alguna medida a su importe. En todo caso, esta parte de los gastos representa una porción menor del total de gastos asociados a un préstamo hipotecario.

[10] Naturalmente, si ya la normativa que establece el coste en cuestión prevé directamente que quien ha de pagarlo es el consumidor, la cláusula de repercusión es redundante, o un mero recordatorio. Pero es importante apreciar que, desde el punto de vista de la economía de la relación prestamista-prestatario, y del bienestar de cada uno de ellos, es equivalente que la norma legal establezca el pago directo por el prestatario, o que la cláusula contractual -si es conocida y comprensible por este- repercuta el coste pagado o que pagará el prestamista si la norma establece que el “pagador” frente a quien externamente ha de cobrar (administración tributaria, notario, registrador) es el banco.

[11] En un escenario ideal de competencia perfecta, la retribución total que percibe la empresa coincide exactamente con el coste marginal (la suma de costes variables de esa operación). En este sentido, cuánto más se acerca el total de lo que paga el consumidor al total del coste para la empresa, mejor es la situación de bienestar del consumidor.

[12] “[..] while people accurately perceive immediate and certain costs, they tend to underestimate deferred and contingent ones.” Eyal Zamir y Doron Teichman, Behavioral Law and Economics, Oxford University Press (2018), p. 299.

[13] Lo cual no quiere decir que la multiplicación “ad nauseam” de cargos o comisiones, pequeños en su dimensión individual, por distintos eventos o sucesos en la relación contractual no pueda -y de hecho lo sea- empleado para oscurecer la percepción para la contraparte del precio total en un contrato de consumo, lo que haría aconsejable la imposición de medidas de simplificación y reducción del número de “cargos o comisiones”, o de establecimiento de máximos (véase, Natasha Sarin, “The Salience Theory of Consumer Financial Regulation” (2018). Faculty Scholarship at Penn Law, disponible en https://scholarship.law.upenn.edu/faculty_scholarship/2010). Pero esto no supone en absoluto que el mejor sistema es tener un solo cargo, aún menos cuando este es diferido en el tiempo y sujeto a variación cuantitativa por circunstancias difíciles de prever por el consumidor.

[14] Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias (B.O.E. núm 287 de 30.11.2007).

[15] Las tres sentencias con el mismo ponente.

[16] Tano Santos, «Antes del diluvio: The Spanish banking system in the first decade of the euro.» Columbia Business School, March 2014; Tano Santos, «El Diluvio: The Spanish Banking Crisis, 2008–2012.» Columbia Business School and NBER, July 2017.

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