3.18
Editorial

Contratos inteligentes y derecho del contrato

Universitat Pompeu Fabra

En las facultades de derecho enseñamos teoría del contrato. Quizás mejor que peor. Pero siempre a medias.

Un contrato, recitamos el primer día de clase, es un acuerdo vinculante legalmente, una promesa aceptada y justiciable, una tal cuyo incumplimiento permite a la parte cumplidora acudir ante un tribunal para conseguir un remedio.

Estas tres definiciones son paradójicas porque, inmediatamente a continuación, siempre hemos tenido que añadir que, en el tráfico jurídico, las partes de un contrato lo celebran en la esperanza de no tener que acudir a ningún tribunal para exigir el cumplimiento de lo pactado o remediar de algún otro modo las consecuencias del incumplimiento.  Entonces los profesores de derecho privado nos sentimos obligados a mantener el contacto con la realidad y señalamos que los contratos funcionan bien en el mercado y mal en el juzgado. Aún más, afirmamos que ningún sector de tráfico contractual puede operar razonablemente si los incumplimientos contractuales superan un porcentaje muy reducido de los contratos celebrados cada día, cada mes o cada año. Los empresarios evitan contratar con quienes son incumplidores probables y los consumidores rehúyen a los empresarios (que) no (parecen) fiables. La confianza en la palabra dada (trust) es crucial en la dinámica contractual. Y lo es tanto o más que la justiciabilidad (enforcement) de las promesas incumplidas.

Luego está la posibilidad de la autoayuda (self-help), la puesta en acto de remedios privados, como el bloqueo de saldos de cuentas bancarias, el derecho de retención, la excepción de contrato no cumplido y tantos otros.

Y están los sistemas de normas sociales en los cuales se incardinan las prácticas contractuales de todo tipo y en todo ordenamiento jurídico: reputación y autoestima, confianza y buena fe.

Además, contratar es costoso y hacer por que se cumpla, a la fuerza, lo acordado puede ser muchísimo más costoso que el beneficio mutuo que resultaría de un contrato normalmente cumplido. Las diferencias entre los tipos de interés real de los créditos al consumo en las distintas jurisdicciones dan razón de los costes respectivos.

Los contratos, en suma, son muchas más cosas que promesas aceptadas jurídicamente vinculantes.

Por todo ello y también desde siempre, todos los contratantes perseguimos el ideal del contrato autoejecutable, de uno tal cuyo cumplimiento fuera inexorable, que funcionara solo, automática e irreversiblemente, de modo que no hubiéramos de ir a pedir auxilio a nadie en busca de un remedio. Pactamos con usted porque nos fiamos de usted y creemos que no tendremos que ir al juzgado. Pero sería mucho mejor que pudiéramos pactar con cualquiera, sin necesidad de tener que fiarnos de nadie, en la seguridad de que, al contratar, habríamos desencadenado un mecanismo que funcionara automáticamente, sin marcha atrás. Contrato y me olvido.

Tal es la idea de contrato inteligente (Smart Contract), una idea expuesta por primera vez por el científico computacional, criptógrafo y abogado Nick Szabo hace algo más de veinte años (Smart Contracts: Building Blocks for Digital Markets, 1996; Formalizing and Securing Relationships on Public Networks, 1997, las citas de este editorial son accesibles en internet): las cláusulas contractuales están empotradas en el software y el hardware de una red de ordenadores de tal manera que el incumplimiento es extraordinariamente costoso y muy improbable (los fieles de la doctrina de los contratos inteligentes sostienen que el incumplimiento es imposible, pero algunos no participamos de tal creencia, la realidad es muy tozuda). El hardware y el software solos gestionarían el ciclo entero de la actividad contractual, arrastrarían a cada paso el registro contable de las operaciones realizadas como en una especie de e-libro Mayor de contabilidad (ledger).

La necesidad de confiar en la contraparte desaparece, se puede, por lo tanto, contratar con todo el mundo y se puede hacer al margen, además, de un sistema jurídico centralizado que garantice en última instancia la justiciabilidad de los contratos: en el entorno de los contratos inteligentes, los actores humanos se desvanecen.

No leí a Szabo en 1996 –andaba entonces pensando en cómo fundar esta revista al margen de la tiranía costosa de la letra impresa en papel-, pero su idea se convirtió en realidad casi una década después, en 2008, cuando emergió la tecnología de cadenas de bloque (blockchains, véanse Rainer Böhme, Bitcoin: Economics, Technology, and Governance, 2015 y, más recientemente, Benito Arruñada, Blockchain’s Struggle to Deliver Impersonal Exchange, 2017), una colección descentralizada de datos que es verificada a cada paso por los ordenadores de los miembros de una red de pares (peer-to-peer). Las cadenas de bloque, asociadas con criptomonedas, como el bitcoin, sustituyen a la necesidad de un consenso centralizado en un sistema de confianza –un registro público, por ejemplo- y a la de la justiciabilidad de los contratos, a su ejecución forzosa ordenada tras un proceso por órganos judiciales o arbitrales, de acuerdo con un ordenamiento jurídico. Cada nuevo bloque de la cadena es verificado por un número creciente de ordenadores en red, los nódulos (nodes) y encadenado a los bloques anteriores y se autogestiona, solo, sin agencia humana. El contrato es el código y funciona al margen de cualesquiera exigencias de autoridad o confianza centralizadas, ni, por supuesto, de dinero (Max Raskin, The Law and Legality of Smart Contracts, 2017; Kevin Werbach/Nicolas Cornell, Contracts Ex Machina, 2017; Eliza Mik, Smart Contracts: Terminology, Technical Limitations and real World Complexity, 2017; Benito Arruñada, Blockchain’s Struggle).

Dos tesis: primera, el que una nueva tecnología puede desplazar a la ley y al derecho no es ni nuevo ni falso, que, en el ciberespacio, “code is law”, escribió Lawrence Lessig poco después de las aportaciones de Szabo (Code, and Other Laws of Cyberspace, 1999; Code: Version 2.0, 2006). Pero, segunda: el que la tecnología pueda operar en el vacío legal es una fantasía –y más distópica que utópica-. Veamos ambas.

En cuanto a la primera tesis, efectivamente, los contratos inteligentes van a desplazar el derecho de contratos a sus márgenes, van a centrifugarlo. En cuanto a la segunda, el derecho va a seguir estando ahí, al principio y al final. La cadena no se va sostener en el vacío de la agencia humana y de sus reglas jurídicas, entre otras.

Cuando Szabo explicaba su idea de los contratos inteligentes, desarraigados del derecho y de la confianza entre las partes, ponía el ejemplo, entre otros, de las modestas máquinas expendedoras –de bebidas, de tabaco, de billetes de banco-. Todos sabemos cómo funcionan y cómo, una vez hemos introducido una moneda o nuestro código privado, no hay vuelta atrás. Y lo sabemos desde hace muchísimo tiempo, milenios. La primera referencia a un dispensador de agua sagrada en templos egipcios se encuentra en Pneumatica, un libro del matemático griego Hero (215 aC). El peso de una moneda movía una palanca y el dispensador dejaba pasar un poco de agua. Prescindir, en los contratos, de la intervención humana ex post es un invento viejo y, a poco que meditemos sobre sus razones, encontraremos una fundamental: la máquina expendedora de siempre y los contratos inteligentes de ahora nos permiten ahorrar costes de transacción, abaratan la contratación y las vicisitudes contractuales. Desplazan las conductas humanas y las reglas jurídicas o de otra índole a las cuales estas suelen o deben ajustarse. Al hacerlo así, permiten que contratemos sin mediación de una organización central, jerarquizada, sin Estado ni Tribunales y sin necesidad de confianza en la diligencia, lealtad, buena fe y solvencia de la contraparte. No hace falta ni dinero, las criptomonedas bastan.

No es así. Todas las cuestiones de la contratación permanecen: capacidad, legitimación, vicios del consentimiento, licitud y validez del contrato, interpretación, afectación a terceros (Benito Arruñada, en Blockchain’s Struggle, ha escrito páginas muy buenas sobre los problemas que implica un contrato cuyo objeto sean la propiedad o derechos reales, es decir, uno tal cuyas vicisitudes afecten estructuralmente a terceros; igual ocurre con el derecho tributario o con el regulatorio).

Una cuestión central se relaciona con la autoayuda: ¿caben interruptores de arranque en cualesquiera dispositivos mecánicos o electrónicos? ¿Se va a modificar la doctrina tradicionalmente contraria al pacto comisorio? ¿Tiene límites la doctrina de la excepción de contrato no cumplido en relaciones jurídicas duraderas, de tracto sucesivo? ¿Son los límites generales o solo lo son en determinadas parcelas del derecho de los consumidores? La delimitación legal o jurisprudencial de la aplicación privada de las cláusulas contractuales es difícilmente prescindible.

También pueden surgir cuestiones relacionadas con eventos ajenos a las cadenas de bloques (off-chain events), por ejemplo, cuando el contrato verse sobre una caja negra (black box) cuyo contenido haya que verificar por alguna razón. A estos efectos, los partidarios de la doctrina de los contratos inteligentes como entidades al margen de las leyes y, en general, de la agencia humana, reconocen que han de recurrir a oráculos (oracles), verificadores externos de la corrección del evento de que se trate.

Luego, si las cuestiones anteriores no han podido resolverse ex ante habrá que abordarlas ex post. La maquinaria contractual, una vez puesta en marcha y aunque sea por error, no se detiene, efectivamente. Pero un pago indebido y erróneo genera una pretensión de restitución de lo pagado, de los contratos pasamos a los cuasicontratos y al enriquecimiento injustificado. De nuevo, el derecho reaparece al final, algún derecho, acaso el que las partes hayan establecido como aplicable, o más claramente aquel que resulte inevitablemente aplicado ex ante o ex post. Mucho se va a ganar con la nueva tecnología, pero los abogados no van a desaparecer. Solo habrán de cambiar. Y mucho: Szabo es abogado y muy bueno, pero antes que ello fue más cosas, un graduado en ciencias computacionales y un buen especialista de la encriptación y desencriptación de textos. Los abogados del futuro no pueden ignorar la ciencia y la tecnología que hace posible el objeto de la contratación que asesoran. No sé si habrá que trabajar más, pero lo cierto es que habrá que hacerlo mejor.

Por último, está la cuestión de la espada y el escudo, del proyectil y la coraza: las cadenas de bloques están, por descentralizadas, bien blindadas, pero no están a prueba de la inteligencia del atacante informático (hacker) que, con tiempo, organización y medios, se proponga alterar su funcionamiento correcto. Ya ha sucedido alguna vez (en 2016, el incidente DAO, cuando un atacante se hizo con sesenta millones de dólares de una organización de captación de fondos asociada con Ethereum, una plataforma de colaboración abierta para la celebración de contratos inteligentes).

Szabo encarna un ideal que InDret persigue hace casi una generación, el del jurista especializado en la parcela del derecho que cultiva y que la trabaja mucho mejor después de haberse familiarizado con el objeto de tal parcela: si trabajas contratos inteligentes, conoces bien la ciencia computacional y las cuestiones relacionadas con la encriptación y desencriptación de claves; si lo haces sobre derecho y leyes electorales, sabes matemáticas; si tratas con el derecho de los medicamentos, tienes noticia cabal  de sus principios activos; si sobre el buen gobierno de las compañías mercantiles, conoces los rudimentos de la teoría de la organización; si sobre contratos, algo has de saber sobre microeconomía, etc. Naturalmente, lo anterior no niega la especificidad del derecho y de la denominada ciencia jurídica, pero fuerza a anclarlos en la realidad, en aquellas parcelas de la realidad sobre las cuales versan. Es una lección que no debemos olvidar. Menos aún en el nuevo entorno de los contratos inteligentes. Están para quedarse.

El derecho de contratos ocupa un lugar tan central en la enseñanza y práctica del derecho, en cualquier ordenamiento jurídico, que no es extraño que cada cierto tiempo reciba los ataques de quienes preconizan sustituirlo, sea ya por sistemas centralizados y jerárquicos, cardinalmente, de derecho público, sea ya por sistemas descentralizados, autogestionados al margen de toda autoridad central. Jerárquicos y libertarios siempre han pretendido desplazar el derecho de contratos. Ideal es que lo muevan, cierto, pero el anuncio de su final es prematuro.

 

Pablo Salvador Coderch

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