4.12
Editorial

El mal absoluto

Universitat Pompeu Fabra

Las conductas humanas, incluso las que nos parecen más lesivas, son, en realidad, todas ellas acciones de “doble efecto”. Así, quien roba a otro ciertamente produce un efecto desvalorado por el Derecho (desposesión del legítimo propietario); pero, a la vez, produce en el peor de los casos al menos un efecto valorado positivamente por el Derecho (ejercicio de la libertad individual). Ello, de entrada, implica que, a propósito de toda conducta humana —incluso de alguna aparentemente tan poco discutible como ésta— la toma de una posición desde el Derecho penal requiere efectuar una ponderación. Así, es preciso decidir si el valor inherente a la acción compensa o no su contenido desvalorado. Normalmente, esa decisión se realiza de modo intuitivo y se concluye que, pese a tener algún efecto positivo, la conducta objeto de análisis es, en su globalidad, contraria al Derecho. Sin embargo, las cosas pueden ser más complejas en casos difíciles, de modo que sea necesario establecer algunas reglas para efectuar la ponderación de los aspectos positivos y negativos de la conducta realizada y decidir cuáles de ellos priman y determinan la posición del Derecho frente a ella. Como sabemos, esas reglas son las llamadas “causas de justificación”, que, a su vez, se integran de una serie de sub-reglas.

Una conducta está justificada, cuando, aplicando las reglas de alguna de las causas de justificación, se concluye que los aspectos de ella que son positivamente valorados pesan más que los negativos, con lo que el Derecho, sin dejar de reconocer a todos los efectos lo que de negativo hay en ella (su “tipicidad”), opta por formular un juicio global de permisión. Si, aplicando las reglas referidas, se concluye que pesan más los aspectos valorados negativamente, la conducta no está justificada y, entonces, es denominada comúnmente antijurídica (esto es, contraria al Derecho).

Lo anterior vale para la mayoría de los casos. Hay algunos hechos típicos, sin embargo, con respecto a los cuales un sector de la doctrina afirma que no pueden justificarse en ningún caso (que son, por tanto, injustificables): hace bastante tiempo que el ejemplo más comentado a este respecto es el de la tortura. En su sentencia del 30 de junio de 2008 (Gäfgen c. Alemania) el TEDH afirmaba precisamente que una vulneración del art. 3 CEDH —infligiendo tortura o aplicando penas u otros tratos inhumanos o degradantes— no puede justificarse de ninguna manera. A este respecto sería irrelevante, en términos de pasado, cuál hubiera sido la conducta del afectado; y, en términos de futuro, el que con ello se pretendiera salvar una vida o incluso que el propio Estado se hallara en estado de necesidad.

La Metafísica de las costumbres de Kant refleja esta misma idea, pero no refiriéndola a la tortura, sino a la causación de la muerte de otro, aun para salvar la propia vida. La frase es muy conocida: Der Sinnspruch des Notrechts heißt: „Not hat kein Gebot (necessitas non habet legem)“; und gleichwohl kann es keine Not geben, welche, was unrecht ist, gesetzmäßig machte[1]. El propio Kant reconoce que el texto transcrito refleja una aequivocatio entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el derecho de necesidad y lo que sería un derecho de equidad o de compasión (Billigkeit, Nachsicht). Pero la cosa no cambia en lo que aquí interesa: nunca puede estar justificado matar a otro, aunque si ello tiene lugar para salvar la propia vida, el agente pueda quedar impune.

Al plantearse la cuestión en estos términos, se traza —en el ámbito de la teoría del delito— un paralelismo con los que en la Teología moral se han conocido tradicionalmente como “males absolutos” o “ilícitos absolutos” (intrinsece mala). La afirmación de la existencia de ilícitos absolutos presupone la acogida de la tesis de que existen valores (mejor, bienes) absolutos, esto es, cuya protección no conoce excepción alguna. La vida humana sería el paradigma de tales bienes. Esa misma noción conduciría a afirmar la existencia de hechos —los que los lesionan— que mantienen su ilicitud sean cuales fueren las circunstancias en que se produzcan y las consecuencias que se deriven de ellos. Todo lo cual constituye la expresión de una concepción deontológica —y no teleológica, proporcionalista[2] o consecuencialista— para la que tiene precisamente sentido hablar de “absolutos morales” (moral absolutes)[3].

La cuestión es, entonces, por qué la legítima defensa parece cambiarlo todo, si es que efectivamente aceptamos que lo cambia. En el planteamiento de Kant está claro que sí, pero su ius inculpatae tutelae comprende únicamente la causación de la muerte de aquel agresor injusto que, a su vez, pretende matar al agredido; un ámbito para el que —siempre según Kant— la moderación en la reacción no viene impuesta por el Derecho, sino sólo por la Ética.

Según el planteamiento tomista lo decisivo sería aquí la intención. En la legítima defensa, en efecto, no habría intención de matar, sino sólo de defenderse, y la causación de la muerte del agresor constituiría un efecto colateral[4]. Para la legitimación de la causación de efectos secundarios lesivos, la doctrina clásica es la de los actos de doble efecto (duplex effectus). La aplicación de tal doctrina requiere —entre otros requisitos— que el comportamiento que causa el daño colateral previsible revista la calificación de proportionatus fini, es decir, que no sea más lesivo de lo estrictamente necesario para defenderse, por ejemplo[5].

Sin embargo, el argumento subjetivista es débil y, además, permitiría en realidad una redefinición en los mismos términos de todas las causas de justificación.

Por lo demás, lo que parece claro es que la vida, cuando se trata del agresor, ya no se muestra como un absoluto, sino que entra en un contexto de ponderación. Es más, en la concepción dominante se trata de una ponderación resuelta de antemano: es lícito causar la muerte del agresor cuando ello es racionalmente necesario para salvaguardar la propiedad. Sí, ya se sabe, lo dijo Hälschner: Das Recht hat dem Unrecht nicht zu weichen[6]

Sin embargo, ¿pesa tanto el Derecho? ¿Por cierto, qué derecho: el Derecho con mayúsculas o el derecho subjetivo del agredido? En otro orden de cosas: ¿Acaso el comportamiento del agresor es tan poderoso como para que su vida pase de ser un bien absoluto a una quantité négligeable?[7] Las dudas sobre la legítima defensa distan bastante —según creo— de verse despejadas.

[1] “El apotegma del derecho de necesidad reza: la necesidad no tiene ley (necessitas non habet legem); y a pesar de ello no puede existir necesidad alguna que haga conforme a la ley lo que es injusto”.

[2] Finnis, Moral Absolutes: Tradition, Revision, and Truth, 1991, p. 14, 49.

[3] Cfr. también Waldron, Torture, Terror and Trade-offs: Philosophy for the White House, 2010, passim.

[4] Finnis, Moral Absolutes, p. 56 (citando a Sto. Tomás de Aquino), p. 78. La idea sería que actuar con la intención de causar un daño a otro sería siempre inaceptable. Cuestión distinta sería el caso en que el daño al otro no resulta algo pretendido per se, sino que resulta per accidens, quedando fuera de la intención (praeter intentionem).

[5] Finnis, Moral Absolutes, p. 97.

[6] El Derecho no tiene por qué ceder al injusto.

[7] Un sí categórico en la brillante obra de Palermo, La legítima defensa: una revisión normativista, Barcelona 2006, para quien la legítima defensa excluye la propia imputación objetiva del resultado de muerte al agredido, cuya conducta —por tanto— sería atípica.

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