4.15
Editorial

¿Qué hay en un número? La magia de las cifras y los plazos de prescripción

Los finales de legislatura, y el que vivimos no ha sido una excepción, suelen ser legislativamente agónicos −que no agonizantes−. El Código Civil (en adelante, CC), tan postergado por el legislador en los últimos años, ha merecido sus atenciones en estos meses crepusculares de actividad legislativa. La Ley 15/2015, de 2 de julio, de la Jurisdicción Voluntaria ha modificado 96 (sí, 96) artículos del CC. La Ley 26/2015, de 28 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia ha dado nueva redacción o introducido 30 artículos en el CC. La Ley 42/2015, de 5 de octubre, de reforma de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (en adelante, Ley 42/2015) ha modificado uno (el art. 1964.2), pero muy relevante. Aunque no estrechamente de Derecho privado, la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público ha modificado el régimen de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas y de los contratos del sector público.

No es esta buena ocasión, ni yo el más indicado, para hacer balance de todas estas modificaciones. Quisiera fijarme, sin embargo, en la más reducida de ellas en cuanto a su extensión. La que ahora establece en el art. 1964.2 CC como plazo general −esto es, para cuando no se haya fijado un plazo específico, más breve o más extenso − de prescripción de las acciones personales el de cinco años desde que pudiera exigirse el cumplimiento de la obligación. La nueva norma suscita o mantiene problemas técnicos de distinta naturaleza. Por ejemplo, ¿qué significado adicional en cuanto a la determinación del dies a quo tiene la recién introducida expresión “(…) desde que pueda exigirse el cumplimiento de la obligación” en relación con el art. 1969 CC? ¿Qué ocurre si la pretensión personal no surge de una relación obligatoria? O ¿por qué mantener los plazos igualmente quinquenales del art. 1966 CC? ¿Qué ocurre con las pretensiones basadas en derechos reales de garantía accesorios de una relación obligatoria, y sujetas a plazos más largos que las pretensiones de la propia obligación garantizada, como el plazo de veinte años de la acción hipotecaria? Pero no me interesa ahora abordar estas cuestiones, por mucho interés que tengan, que lo tienen, sin duda.

Lo que me ha llamado la atención es algo menos técnico, simple y a la vez fundamental. ¿Por qué precisamente cinco años? ¿Por qué no cuatro, o tres, incluso dos o, tirando hacia arriba, por qué no diez? Todos esos plazos más breves nos los podemos encontrar en el Derecho comparado en uno u otro ámbito, y el de diez años es el que adoptó hace poco más de una docena de años el legislador catalán (art. 121-20 del Código Civil de Cataluña; en adelante CCCat). ¿Qué hay en el número 5 que lo hace ser preferido a otros mayores o menores a la hora de decidir convertirlo en el plazo general de prescripción?

Uno sospecharía que no hay detrás de la decisión un estudio muy detenido. Es cierto que en España el plazo de quince años del antiguo art. 1964.2 CC solía ser considerado como excesivamente largo, y el Gobierno había prometido su acortamiento como parte del paquete de medidas de reducción del sobreendeudamiento individual[1], cuya pieza más importante ha sido el Real Decreto Ley 1/2015, de 27 de febrero, de mecanismos de segunda oportunidad, reducción de carga financiera y otras medidas de orden social. Acaso reducir de quince a diez (el plazo catalán, o el del Codice Civile italiano) parecía, dentro de esa política, magra rebaja en un año de elecciones. ¿Pero por qué no una reducción aún más agresiva? Por ejemplo, el BGB o el DCFR prevén un período general de prescripción de tres años, y son referentes de indudable solvencia y prestigio. Bueno, cinco años es el plazo (actual) del Code, acaso un asidero sólido o, en todo caso, habitual y socorrido[2]

La Exposición de Motivos (apartado VI) de la Ley 42/2015 es parca en detalles. Nos dice que con cinco años como plazo general “(…) se obtiene un equilibrio entre los intereses del acreedor en la conservación de su pretensión y la necesidad de asegurar un plazo máximo”. No se aclara por qué el equilibrio en el conjunto de España se alcanza precisamente en los cinco años, pero en Cataluña o en Italia es en los diez, y en Alemania en los tres.

Por otra parte, ¿por qué hay necesidad de asegurar un plazo máximo? Por hipótesis, hablamos de pretensiones válidas y exigibles −en caso contrario, huelga acudir a la prescripción−. Que sus titulares tienen, legítimamente, un interés en que no desaparezcan o se evaporen, parece evidente. ¿Cuál es el interés contrapuesto que debería “equilibrar” el plazo de “vida útil” de la pretensión a un número finito y relativamente reducido de años? El redactor de la Exposición de Motivos no lo aclara, acaso por considerar obvio que la fuerza que opera en sentido contrario es la de la seguridad jurídica. De hecho, la doctrina y la jurisprudencia españolas parecen entenderlo así sin ambages, insistiendo en la seguridad jurídica como valor subyacente a la institución de la prescripción extintiva, así como en la necesidad de encontrar un adecuado equilibrio de los intereses de las partes −deudora y acreedora, se sobreentiende−[3].

Ahora bien, no está muy claro qué se quiere decir con “seguridad jurídica” en este contexto. Si un deudor, D, conoce que debe la cantidad X al acreedor A (imaginen un préstamo de importe X recibido por D documentado en escritura pública que se debe reintegrar por entero en una cierta fecha), ¿cuál es la “inseguridad jurídica” que pesa sobre D por el hecho de que el crédito no esté sujeto a un plazo de prescripción, o que este plazo sea largo? D conoce su deuda y su importe, por hipótesis, y en cuanto a la incertidumbre del “cuándo” se le reclamará, está en su mano despejarla plenamente pagando al vencimiento, o poco después. Parece que no solo el interés del acreedor, sino también la propia seguridad jurídica abogarían al menos por un largo plazo de prescripción en este caso. El argumento no se debilita, al contrario, se refuerza, si pensamos que ahora, en el concurso personal, es posible obtener liberación de deuda, de modo que tampoco un fresh start o segunda oportunidad del deudor sobreendeudado se verán perturbados por un plazo muy generoso de prescripción, pues el crédito no reclamado se habrá extinguido con la exoneración de deudas del concurso.

Tampoco es obstáculo la posibilidad −bien imaginable en la realidad− de que el acreedor estire artificial y oportunistamente el período de vida de su pretensión retrasando el momento de exigirla, acaso para beneficiarse de elevados intereses de demora. Sin duda, estas conductas deben razonablemente reprimirse, pero no es preciso establecer breves plazos generales para ello, pues la Verwirkung, ya admitida sin duda en Derecho español −y en otros− tiene encomendado precisamente el poner coto a estas maniobras y preservar la integridad de la posición de los destinatarios de la pretensión amenazados por ellas.

Al tiempo, conviene no olvidar los efectos deletéreos de un plazo breve de prescripción. Dado que los incentivos de un deudor a honrar los compromisos contractuales y de un potencial dañante a adoptar medidas preventivas se ven directamente influidos por el valor neto presente de su responsabilidad contractual y extracontractual, respectivamente, el acortamiento severo de los plazos de prescripción, al reducir ese valor neto presente, perjudica, acaso seriamente, esos incentivos.

En definitiva, la impresión que uno tiene es que los plazos de prescripción general −y no solo estos, también plazos especiales− responden más bien a la inercia de la institución de la prescripción como parte del bagaje intelectual de los juristas −no solo privatistas, pues también se ha extendido al ámbito penal o tributario, entre otros−. Y la determinación concreta de uno u otro plazo obedece a la “magia” de un número, a ser posible redondo, con poco más detrás que intuiciones bienintencionadas sobre soluciones “equilibradas” y la influencia de modas académico-jurídicas o trasplantes de otros sistemas jurídicos.

Todo apunta a una carencia importante de reflexión seria sobre el fundamento y las consecuencias reales de políticas jurídicas en esta materia. Así, no es habitual pensar que la propia institución de la prescripción y la búsqueda de plazos “óptimos” de prescripción se sustenta[4] teóricamente en el atractivo de evitar costosos litigios y disputas sobre cuestiones dudosas y, con especial importancia, reducir los riesgos de error de decisión de los tribunales, con los consiguientes costes y desincentivos que las disputas y los errores acarrean. Sin incertidumbre sobre la existencia, sujeto pasivo y montante de la pretensión, que pueda acarrear litigación socialmente costosa, y sin que el tiempo deteriore la “calidad” y el acierto de las decisiones sobre las disputas relativas a las pretensiones, la conveniencia de la prescripción de las pretensiones y, en especial, de plazos de prescripción cortos, se hace mucho más discutible[5].

Por ello, la determinación de plazos de prescripción analíticamente (y, si fuera posible, empíricamente) fundados requiere sopesar las dimensiones que inciden sobre los factores que hacen deseable el acortamiento de la prescripción a pesar de la reducción de la prevención (de incumplimiento de compromisos contractuales o de falta de adopción de medidas de precaución) que aquella acarrearía: la reducción de incertidumbre y de litigación, y la reducción de errores judiciales que puede traer como beneficio. Evidentemente, no hay seguridad ninguna de que ese necesario balance lleve a un único plazo general “óptimo” de prescripción. Ni siquiera a un número muy reducido de plazos óptimos (por ejemplo, uno contractual y otro extracontractual o, aunque sea menos popular hoy en día, uno real y otro personal). Por ejemplo, bajo ciertos supuestos se puede argumentar que el plazo de prescripción de la responsabilidad objetiva debiera ser más breve que el de la responsabilidad por culpa, pues en la segunda, pero no en la primera, un plazo de prescripción más largo reduce la probabilidad de que un causante dentro de la población de causantes sea encontrado responsable, lo que tiene un efecto de reducción de la litigación[6].

También parece claro que la digitalización de la información que sustenta una pretensión aumenta la duración segura de la misma y reduce los costes de su conservación, lo que abogaría por alargar, y no por reducir, los plazos relativos a aquellas pretensiones cuya existencia y cuantía no dependan de testigos de vista, estos sí, perecederos.

Por ello, tal vez la pervivencia entre nosotros (en el CC, pero también en el CCCat) de plazos más largos en lo contractual que en lo extracontractual tenga una base de eficiencia, aunque cierto es que Alemania o Francia, al menos para la responsabilidad por lesiones personales, adoptan precisamente la solución contraria. Ahora bien, ello no excusa al legislador de haber omitido el alargamiento del plazo de prescripción del art. 1968.2º CC, el anual de la responsabilidad aquiliana. Este es el plazo más distorsionante y generador de litigación (y no reductor, como habrían de ser los plazos de prescripción, al contrario) que existe en el sistema jurídico español. La supervivencia de este relicto histórico es una omisión imperdonable en un legislador tan solo un poco preocupado por el funcionamiento mínimamente razonable de las instituciones jurídicas.

 

Fernando Gómez Pomar

 

[1] Sin advertir que acortamiento de la prescripción y concurso individual generoso (cualquiera lo es comparado con lo que teníamos antes de febrero de 2015) son medidas sustitutivas, y no complementarias.

[2] Aunque GARCÍA GOYENA, al contrario que en tantas otras cosas, ya rechazó en su momento el plazo general del Code francés −entonces de treinta años− y optó por plazos de diez y veinte años, entre presentes y ausentes, respectivamente.

[3] Véanse, por todos, los recientes trabajos de Esther ARROYO AMAYUELAS / Manuel JESÚS MARÍN LÓPEZ (2014), La prescripción extintiva, Tirant lo Blanch, Valencia (en especial, pp. 18 y 238).

[4] Hay otras posibles explicaciones. Así, el profesor de Yale Yair LISTOKIN, en relación con la prescripción de los delitos, señala que una razón adicional relevante para que los sistemas penales prevean plazos de prescripción para los delitos radica en que la población de potenciales criminales tiende a tener una tasa de descuento del futuro superior (acaso muy superior) a la de la población en general, de forma que pasado un cierto tiempo el castigo ya no tiene apenas eficacia preventiva o, en todo caso, el beneficio en términos de prevención se convierte en inferior al coste para la sociedad de perseguir y castigar ese delito: Yair LISTOKIN (2002), “Efficient Time Bars? A New Rationale for the Existence of Statutes of Limitations in Criminal Law”, 31 Journal of Legal Studies, p. 99.

[5] El argumento de LISTOKIN es de más dudosa aplicación a ámbitos distintos del penal.

[6] Thomas J. MICELI (2000), “Deterrence, litigation costs, and the statute of limitations for tort suits”, 20 International Review of Law and Economics, p. 383

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