3.12
Editorial

Un cuento de dos legisladores

Imaginen que la legislación de Derecho privado se pudiera encomendar a dos legisladores, competentes pero con personalidad y carácter muy marcados y distintos. Llamémosles Civil y Mercantil.

Civil es pausado, de maneras solemnes y antiguas. Sus tiempos son largos, pues se miden no ya por lustros o décadas, sino casi por siglos, como los de los dioses. Es cauteloso, prudente, timorato casi. Es constante, rectilíneo, aburridamente coherente y predecible. Es reacio a las influencias de otros, desconfía casi por instinto. Aborrece la experimentación, la novedad, la improvisación. De cuando en cuando sus ritmos se avivan con vértigo ante un plazo perentorio marcado por directivas europeas, o azuzado por los burócratas puestos a la cabeza de los negociados en materia de consumo. También se le acelera el pulso ante cambios o demandas sociales que tocan al tálamo y a los hijos. Pero sin mucho tardar vuelven su circunspección y sus tiempos melancólicos.

Mercantil no puede ser más distinto. Es bullicioso, hiperactivo, nervioso. Es amigo de novedades, de cambios constantes. Actuar antes de pensar es su divisa. Por ello, está sujeto a impulsos súbitos, casi frenéticos. Le encanta improvisar. Es crédulo y se deja aconsejar casi por cualquiera, a veces hasta por muy malas compañías. Cambia de criterio con sorprendente facilidad pero también con fachendoso desparpajo. Le pierde con frecuencia la impaciencia y quiere resultados rápidos y visibles. También cae bajo el influjo de las directivas europeas, pero no siempre le gusta seguir la estela de sus homólogos en otros estados de la UE. Su actividad es incesante, agotadora, extenuante incluso para los que solo miran.

Hay un país en el que la legislación de Derecho privado está atribuida a la vez a estos dos legisladores tan opuestos. Más aún, ambos, Civil y Mercantil, conviven en el mismo ministerio, el de Justicia, en una esquizofrenia que supera a la de Stevenson. Ese país tan extraño es el nuestro.

El exagerado cuento anterior es una licencia, claro. Pero tiene de verdad más que el poso. En España, la legislación civil del Estado, al menos en el ámbito patrimonial, lleva décadas de esclerosis. Nuestro derecho privado patrimonial hace aguas por todas partes y no es más que un tinglado que apenas se aguanta, con pocas honrosas excepciones. Es simplemente suicida que estemos afrontando la economía del siglo XXI y nuestras actuales zozobras económicas armados con el Libro IV del Código Civil casi como recién salido de las plumas dirigidas por Alonso Martínez. El Libro IV del Código Civil necesita imperativamente una reforma urgentísima. No es de extrañar que los legisladores que pueden, como el catalán, traten de desmarcarse e ir por su lado, dentro o fuera de la Constitución. Y tampoco que los operadores económicos no den crédito al conjunto de normas que gobiernan su actividad contractual y voten con los pies, si es que se lo pueden permitir.

Tampoco, justamente, es de recibo, que la legislación mercantil se haga a la carrera y se reforme cada trimestre. Vayamos al ejemplo de la legislación societaria, que no es el único, pues nuestra legislación concursal se toca y retoca casi al mismo ritmo de atracción de feria. El Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio por el que se aprueba el texto refundido de la ley de sociedades de capital, y que trataba de ser el cuasi-código de sociedades español ha sido modificado cinco (sí, cinco) veces en dos años. La última por la Ley 1/2012, de 22 de junio, de simplificación de las obligaciones de información y documentación de fusiones y escisiones de sociedades de capital. Poco antes por el Real Decreto-ley 9/2012, de 16 de marzo, con el mismo título que la ley anterior, que lo deroga.  El verano pasado por la Ley 25/2011, de 1 de agosto, de reforma parcial de la ley de sociedades de capital y de incorporación de la Directiva 2007/36/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, sobre el ejercicio de determinados derechos de los accionistas de sociedades cotizadas. Y aun antes lo había sido por la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de economía sostenible y por el Real Decreto-ley 13/2010, de 3 de diciembre de actuaciones en el ámbito fiscal, laboral y liberalizadoras para fomentar la inversión y la creación de empleo.

Pero más allá de esta loca sucesión de modificaciones de un texto legal que aún no ha cumplido dos años están las idas y venidas, las contradicciones, el probar para luego arrepentirse. Algunos casos son de veras inconcebibles. Recuerdan sin duda la popularmente conocida como enmienda Florentino (por la lucha de poder en Iberdrola entre el equipo gestor y el presidente de ACS) que en 2010 hizo saltar de un plumazo y sin estudio previo alguno los límites estatutarios al ejercicio de derechos de voto en las sociedades cotizadas. Menos de dos años después de su adopción, y menos de un año después de su entrada en vigor, se desactiva la prohibición del art. 527 de la Ley de sociedades de capital (que en tan breve plazo había sido antes el art. 515 de dicha Ley, y el art. 105.2 de la Ley de sociedades anónimas) y se restaura la licitud de los límites de voto en cotizadas. Y se hace con la misma urgencia, la misma falta de análisis y el mismo actuar al dictado de los grupos de interés como se había hecho, exactamente en sentido contrario, hace menos de dos años. He comentado el caso con algún colega extranjero: simplemente no podía dar crédito a lo que le estaba contando sobre el legislador español. Para nuestra desgracia, no es un cuento como el que abre este editorial. Es triste verdad.

Mientras el Ministerio de Justicia no adopte -recuperar no sería exacto, pues no la ha tenido en las últimas décadas- una estrategia mínimamente explícita y coherente en materia de legislación de Derecho privado no mereceremos respeto alguno de la comunidad jurídica internacional. Cambiar las cosas en esto, además, ni siquiera cuesta dinero. Basta tomarse en serio la dignidad de la tarea.

 

Fernando Gómez Pomar

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